La tibieza voluntaria


La tibieza lleva al alma a la rutina, a la indiferencia, a la
frialdad, al apartamiento de las cosas de Dios.

Hay dos especies de tibieza, una inevitable, otra que puede evitarse. La primera es la que sufren en el estado presente aun las almas espirituales, que por su fragilidad natural no pueden evitar el caer alguna vez en ligera culpa, aunque sin pleno consentimiento. Sin una gracia especial, concedida ciertamente a la Madre de Dios, ninguna alma hay exenta de este defecto, el cual es una consecuencia de la naturaleza corrompida por el pecado original.

Permite el Señor estas manchas en las almas de sus santos, para conservarles en la humildad. A menudo, pues, se sienten disgustados, sin fervor en sus ejercicios espirituales, y en estos momentos de aridez les es más fácil caer en algunas faltas, a lo menos indeliberadamente. Por lo demás, los que se encuentran en este estado, no por esto deben descuidar sus devociones de costumbre, ni desmayar. No crean por esto tampoco haber caído en la tibieza, porque esto no lo es: sigan sus ejercicios y oraciones: aborrezcan sus faltas, y renueven a menudo la firme resolución de ser enteramente de Dios: tengan confianza en Dios, que Dios les consolará.

La verdadera tibieza, la tibieza verdaderamente deplorable, es la que siente el alma cuando voluntariamente cae en pecados veniales y se duele poco de ellos y aún menos se esfuerza por evitarlos, diciendo que no son nada. ¡Y qué! ¿No es nada desagradar a Dios? Santa Teresa decía a sus religiosas: Hijas mías, guárdeos Dios de todo pecado voluntario, por leve que sea.

Suele decirse: pero estos pecados no nos privan de la gracia de Dios. Los que así hablan se hallan en grave peligro de perder efectivamente la divina gracia, cayendo en pecado mortal. San Gregorio dice, que el que voluntariamente cae en pecados veniales, y esto por hábito, sin dolerse ni pensar en la enmienda, no se detiene en donde cae, sino que va rodando hacia el abismo.

Las enfermedades mortales no proceden generalmente de un desorden grave, sino de muchos desórdenes ligeros repetidos con frecuencia: así pues muchas almas son impelidas a pecar mortalmente por la frecuencia con que repiten los pecados veniales. Dejan el alma tan débil estos pecados, que cuando se ve asaltada por alguna tentación violenta, no tiene fuerza para resistir y cae en ella.

El que desprecia las cosas pequeñas, poco a poco caerá.

El que no atiende a las pequeñas caídas vendrá un día a caer en algún precipicio. El Señor ha dicho: Porque eres tibio... comenzaré a vomitarte de mi boca. Y ser vomitado de Dios significa ser de él abandonado, o a lo menos privado de aquellos divinos auxilios especiales, que tan indispensables son para mantenerse en su gracia.

Meditemos bien este punto. El concilio de Trento condena a los que dicen, que podemos perseverar en el camino de la salvación hasta la muerte sin socorro especial del Señor.

No podemos pues perseverar en la gracia hasta la muerte sin un socorro especial y extraordinario del Señor.

Pero Dios lo rehúsa con justicia, los que no tienen escrúpulo en cometer voluntariamente pecados veniales. ¿Tiene acaso Dios obligación de conceder ese socorro especial a los que no temen disgustarle cada instante voluntariamente?

Quien escasamente siembra, escasamente también segará, dice el Apóstol. Si somos mezquinos con Dios, ¿cómo podemos esperar que sea Dios liberal con nosotros?

Infeliz aquella alma que hace paces con el pecado, aunque sea con el venial. Caminará de mal en peor, porque las pasiones van tomando cada día mayor imperio sobre ella, viniendo a menudo al fin a cegarla; y el ciego fácilmente puede caer en el precipicio cuando menos lo piensa. Temamos pues caer en la tibieza voluntaria: la tibieza voluntaria es semejante a la tisis, que no asusta al enfermo; pero es tan maligna que difícilmente se cura nadie de ella.

Por lo demás, aunque difícilmente se corrige una alma tibia, no por eso faltan remedios si quiere hacerlo. En primer lugar debe resolverse a salir de aquel miserable estado toda costa. Debe por tanto huir de toda ocasión de caída; porque sin esto no habría esperanza de enmienda; y encomendarse a menudo a Dios, rogándole con fervor le conceda fuerzas para salir de tan lamentable estado, sin dejar de rogar hasta verse libre de él.

Señor, tened piedad de mí. Conozco que merecería que me vomitáseis: tan tibio he sido en amaros. Me encuentro sin amor, sin confianza y sin fervor; Jesús mío, no me abandonéis. Tendedme vuestro brazo omnipotente, y sacadme de esta fosa de tibieza en que me miro sumergido.

Hacedlo por los méritos de vuestra pasión, que son toda mi esperanza. Virgen Santa, vuestros ruegos pueden socorrerme. Rogad a Dios por mí.

San Alfonso María de Ligorio