El porqué del Apostolado poco fructífero

Fuente: http://www.catolicidad.com/2009/08/el-porque-del-apostolado-poco.html


La ineficacia apostólica de nuestros días es una incógnita para muchos. ¿Por qué, si la fe católica es la misma, si Cristo está con nosotros en la Eucaristía y asistiendo a su Iglesia, por qué los apostolados no dan los mismos frutos que antes?

Las causas pueden ser varias; sin embargo, entre ellas, existe una que explica en gran medida este fenómeno actual. Recientemente publicamos algo sobre ella. En efecto, se trata de la tibieza(*).
El apostolado no depende tanto de las cualidades de la persona sino de su caridad, de su amor a Cristo y al prójimo. El Redentor sabía muy bien esto, por ello antes de nombrarlo su Vicario, tres veces pregunta a Pedro si lo ama. Sin ese amor no vendría la consecuencia: el fecundo proselitismo de San Pedro y el de los demás apóstoles.

¡Qué tan grande debió ser ese amor para que un puñado de pescadores trajera un cambio tan sustancial al mundo llevando el mensaje de Cristo con su predicación! Sólo el que está convencido, convence. Sin grandes medios materiales, los apóstoles transformaron un mundo al que pocas posibilidades se le advertían de modificarse.

Pero, ¿qué sucede hoy que los católicos parecen convencer a tan pocos? Sucede que hay dos factores: Hay un convenio tácito de convivir con el error, renunciando al proselitismo (que es lo mismo que renunciar a la evangelización mandada por Cristo), por un lado, y por el otro, existe una descomposición moral entre los católicos -en general- que los ha llevado a mezclar la verdad que profesan con errores doctrinales de falsas denominaciones religiosas, con fábulas superticiosas y con el relajamiento de los principios morales cristianos.

Se han acomodado al mundo y han olvidado que éste -junto con el demonio y la carne- es un enemigo del alma y que el demonio, realidad actuante, es un inventor y sembrador de fábulas entre los hombres. Es decir, han hecho alianza con esos enemigos del alma -aún sin proponérselo ni advertirlo- y se han alejado de ese amor genuino a Dios, que debiera ser y estar por encima de todas las cosas, y han caído en una mediocridad, en un antropocentrismo y en una religiosidad meramente emotiva y mediocre.

"¿Amor al prójimo sin evangelizarlo? Es una falacia.
¿Evangelización sin un genuino y profundo amor a Dios? No tiene eficacia".

Todo lo anterior, sume al católico -desde el simple seglar hasta, incluso, algunos mandos eclesiásticos- en una tibieza personal y colectiva, en un dormir el sueño de los justos, en un no proclamar la verdad por temor a que duela o incomode a otros. Prefieren la coexistencia somnífera de la verdad con el error. Se proclama una fraternidad sincretista en donde todos los errores caben en un maridaje que en realidad es amasiato y traición. De este modo, la niebla va envolviendo, poco a poco, nuestra fe.

Naturalmente todo esto incide en una vida espiritual pobre o, al menos, muy alejada de la genuina espiritualidad católica. Creen amar a Dios desde una perspectiva sensible, cuando en los hechos y en las realidades diarias no se es congruentes ni con la fe ni -en ocasiones- con la moral católica. ¿Quién puede atraer de este modo a otros? Y si lo hace, será como un ciego que guía a otro.

El poder de Dios y de su Gracia están vivos y vigentes, como siempre. Todo efecto tiene una causa. El problema somos nosotros. Nuestra fe está dormida y muchas veces contaminada con los principios del mundo. Esto lleva a un enfriamiento en la caridad que se va apagando, poco a poco. El católico deja de ser levadura, ya no hay fermento social que actúe. Si no hay un cambio en el entorno, si no se observan frutos, es seguro que ya no existe esa levadura que fermenta, pues si bien la Verdad puede caer en tierra infértil o ser semilla que devoren los pájaros, cuando el mal es tan generalizado no puede decirse que no existe nada de buena tierra donde sembrar.

El problema es de quien debiera sembrar y no lo hace, o lo hace mal, porque está sumido en esa tibieza y en ese amasiato con el mundo.

¿Qué hará falta para que despertemos?