por San Alfonso María de Ligorio.
¡Oh! ¡Cuán grande es la locura de los que se niegan a someterse a la voluntad de Dios! No pueden evitar por esto el sufrimiento, puesto que nadie puede impedir la ejecución de los divinos decretos. ¿Qué digo? Sufren no sólo sin provecho, sino también aumentando las penas que en la otra vida tienen reservadas, y la inquietud que en ésta les tortura.
Grite cuanto quiera un enfermo en sus dolores, murmure contra la Providencia un pobre en la miseria, déjese llevar por el furor, blasfeme cuanto le plazca, ¿qué puede sucederle más que un recrudecimiento en su mal? Débil mortal, exclama San Agustín, ¿qué buscas fuera de Dios? Cuida de encontrarle, únete a Él, abraza su santa voluntad y serás siempre dichoso en ésta y la otra vida.
Y, después de todo, ¿acaso no quiere Dios más que nuestro bien? ¿Podemos hallar un amigo que nos estime más que Dios? Todo lo que quiere es que nadie se pierda, es que todos se salven y se santifiquen. Dios tiene puesta su gloria en nuestra felicidad, porque es la bondad misma por su Naturaleza, como dice San León: Deus cujus natura bonitas; (Dios bondad por naturaleza) y, siendo la bondad esencialmente comunicativa, Dios tiene un deseo extremo de hacer a las almas partícipes de sus bienes y de su felicidad. Si en esta vida nos envía tribulaciones, es todo en nuestro provecho.
Asegúranos la virtuosa Judit que las mismas calamidades con que el Señor nos castiga no vienen a afligirnos para perdernos, sino para corregirnos y salvarnos. Con el objeto de preservarnos de los males eternos, nos es necesario un escudo de su buena voluntad. No tan siquiera anhela nuestra salvación, sino que también se ocupa de ella con paternal solicitud. Y, como dice San Pablo, ¿qué podría rehusarnos ese Dios que nos ha dado su propio Hijo?
Ya que todas las disposiciones de la Providencia se cifran en nuestro bien, ¡con cuánto motivo no debemos abandonarnos a ellas! En todos los acontecimientos de la vida digamos siempre: En paz dormiré, Señor, porque habéis fortalecido mi esperanza (Ps., IV, 9-10.) Confiémonos a sus manos por completo, y cuidará de nosotros: No pensemos más que en Dios, ni busquemos más que cumplir su santa voluntad, y El pensará en nosotros, y hará nuestra ventura. Un día dijo el Señor a Santa Catalina de Sena: “Hija mía, piensa en Mí, y sin cesar pensaré Yo en ti”. Repitamos a menudo con la Esposa del Cantar de los Cantares: Mi amado Bien piensa en lo que me es provechoso, y yo no quiero pensar más que en agradarle y conformarme enteramente con su divina voluntad.
“Nosotros, decía el santo abate Nilo, no debemos pedir a Dios que haga lo que queramos, sino hacer lo que Él quiera.” (De oral., c. 29.)
Cuando algo desagradable nos suceda, recibámoslo de la mano de Dios, más que con paciencia con alegría, a imitación de los Apóstoles, que se creían felices con sólo poder sufrir por el Santo Nombre de Jesús. (Act., v, 41.)
¿Puede acaso ser un alma más dichosa que al sufrir una pena cualquiera, sabiendo bien que, al aceptarla de buen grado, rinde a Dios el mayor de los placeres que pueden procurársele?
Enseñan los maestros de la vida espiritual que Dios agradece todo deseo de sufrir por serle grato; prefiere, no obstante, las almas que se abstienen de pedir venturas y penas, pero que, sometidas por entero a su santa voluntad, no tienen más deseo que el de cumplirla en todo.
Si pues, alma fiel, quieres hacerte verdaderamente agradable a Dios, y llevar en este suelo una vida feliz, mantente siempre y en todo unida a su santa voluntad. Piensa que nunca caerás en pecado, sino alejándote de la voluntad divina. Únete en adelante únicamente a los deseos del Señor, y no dejes de decir en todos tiempos y circunstancias: Sí, Dios mío; aunque así sea, éste es vuestro gusto. Si te aflige algún suceso desagradable, recuerda que todo procede de Dios, por lo que no dejes de exclamar al instante: Así lo quiere Dios; y entra en tranquilidad repitiendo con el Rey Profeta: ¡Señor! Así lo habéis querido: de vuestra mano lo acepto sin quejarme.
— Todos tus pensamientos y oraciones a este mismo objeto deben ir dirigidos; es decir, en la meditación, la comunión, la visita al Santísimo Sacramento, no debes descuidar nunca el pedir a Dios la gracia de cumplir su voluntad. No dejes de ofrecerte al Señor diciéndole: ¡Oh Dios mío! Vedme aquí: haced lo que de mí queráis. —
En esto consistía el continuado ejercicio de Santa Teresa, la cual ofrecíase al Señor, lo menos cinco veces al día, rogándole dispusiese de ella como mejor le pluguiera.
¡Oh, cuan feliz serás, querido lector, obrando siempre de este modo!
No dudes que alcanzarás la santificación, que transcurrirá tu vida en paz, y que obtendrás una buena muerte.
Cuando sale un mortal de este mundo, toda la esperanza de salvación que pueda concebir debe fundarse en la resignación que atestigüe en la hora de su muerte. Si, durante la vida, lo recibes todo como proveniente de Dios, de igual modo aceptarás la muerte conformándote con su divina voluntad, y tu salvación será segura.
Abandonémonos, pues, sin reserva al gusto del Señor: como es infinitamente sabio, mejor que nosotros sabe bien lo que nos conviene; y como DIOS ama hasta el punto de haber dado su vida por nosotros, no puede querer más que nuestro mayor bien. “Persuadámonos, dice San Basilio, que Dios se cuida más de nuestra ventura de lo que nosotros mismos podríamos hacerlo y desearlo.”
¡Oh! ¡Cuán grande es la locura de los que se niegan a someterse a la voluntad de Dios! No pueden evitar por esto el sufrimiento, puesto que nadie puede impedir la ejecución de los divinos decretos. ¿Qué digo? Sufren no sólo sin provecho, sino también aumentando las penas que en la otra vida tienen reservadas, y la inquietud que en ésta les tortura.
Grite cuanto quiera un enfermo en sus dolores, murmure contra la Providencia un pobre en la miseria, déjese llevar por el furor, blasfeme cuanto le plazca, ¿qué puede sucederle más que un recrudecimiento en su mal? Débil mortal, exclama San Agustín, ¿qué buscas fuera de Dios? Cuida de encontrarle, únete a Él, abraza su santa voluntad y serás siempre dichoso en ésta y la otra vida.
Y, después de todo, ¿acaso no quiere Dios más que nuestro bien? ¿Podemos hallar un amigo que nos estime más que Dios? Todo lo que quiere es que nadie se pierda, es que todos se salven y se santifiquen. Dios tiene puesta su gloria en nuestra felicidad, porque es la bondad misma por su Naturaleza, como dice San León: Deus cujus natura bonitas; (Dios bondad por naturaleza) y, siendo la bondad esencialmente comunicativa, Dios tiene un deseo extremo de hacer a las almas partícipes de sus bienes y de su felicidad. Si en esta vida nos envía tribulaciones, es todo en nuestro provecho.
Asegúranos la virtuosa Judit que las mismas calamidades con que el Señor nos castiga no vienen a afligirnos para perdernos, sino para corregirnos y salvarnos. Con el objeto de preservarnos de los males eternos, nos es necesario un escudo de su buena voluntad. No tan siquiera anhela nuestra salvación, sino que también se ocupa de ella con paternal solicitud. Y, como dice San Pablo, ¿qué podría rehusarnos ese Dios que nos ha dado su propio Hijo?
Ya que todas las disposiciones de la Providencia se cifran en nuestro bien, ¡con cuánto motivo no debemos abandonarnos a ellas! En todos los acontecimientos de la vida digamos siempre: En paz dormiré, Señor, porque habéis fortalecido mi esperanza (Ps., IV, 9-10.) Confiémonos a sus manos por completo, y cuidará de nosotros: No pensemos más que en Dios, ni busquemos más que cumplir su santa voluntad, y El pensará en nosotros, y hará nuestra ventura. Un día dijo el Señor a Santa Catalina de Sena: “Hija mía, piensa en Mí, y sin cesar pensaré Yo en ti”. Repitamos a menudo con la Esposa del Cantar de los Cantares: Mi amado Bien piensa en lo que me es provechoso, y yo no quiero pensar más que en agradarle y conformarme enteramente con su divina voluntad.
“Nosotros, decía el santo abate Nilo, no debemos pedir a Dios que haga lo que queramos, sino hacer lo que Él quiera.” (De oral., c. 29.)
Cuando algo desagradable nos suceda, recibámoslo de la mano de Dios, más que con paciencia con alegría, a imitación de los Apóstoles, que se creían felices con sólo poder sufrir por el Santo Nombre de Jesús. (Act., v, 41.)
¿Puede acaso ser un alma más dichosa que al sufrir una pena cualquiera, sabiendo bien que, al aceptarla de buen grado, rinde a Dios el mayor de los placeres que pueden procurársele?
Enseñan los maestros de la vida espiritual que Dios agradece todo deseo de sufrir por serle grato; prefiere, no obstante, las almas que se abstienen de pedir venturas y penas, pero que, sometidas por entero a su santa voluntad, no tienen más deseo que el de cumplirla en todo.
Si pues, alma fiel, quieres hacerte verdaderamente agradable a Dios, y llevar en este suelo una vida feliz, mantente siempre y en todo unida a su santa voluntad. Piensa que nunca caerás en pecado, sino alejándote de la voluntad divina. Únete en adelante únicamente a los deseos del Señor, y no dejes de decir en todos tiempos y circunstancias: Sí, Dios mío; aunque así sea, éste es vuestro gusto. Si te aflige algún suceso desagradable, recuerda que todo procede de Dios, por lo que no dejes de exclamar al instante: Así lo quiere Dios; y entra en tranquilidad repitiendo con el Rey Profeta: ¡Señor! Así lo habéis querido: de vuestra mano lo acepto sin quejarme.
— Todos tus pensamientos y oraciones a este mismo objeto deben ir dirigidos; es decir, en la meditación, la comunión, la visita al Santísimo Sacramento, no debes descuidar nunca el pedir a Dios la gracia de cumplir su voluntad. No dejes de ofrecerte al Señor diciéndole: ¡Oh Dios mío! Vedme aquí: haced lo que de mí queráis. —
En esto consistía el continuado ejercicio de Santa Teresa, la cual ofrecíase al Señor, lo menos cinco veces al día, rogándole dispusiese de ella como mejor le pluguiera.
¡Oh, cuan feliz serás, querido lector, obrando siempre de este modo!
No dudes que alcanzarás la santificación, que transcurrirá tu vida en paz, y que obtendrás una buena muerte.
Cuando sale un mortal de este mundo, toda la esperanza de salvación que pueda concebir debe fundarse en la resignación que atestigüe en la hora de su muerte. Si, durante la vida, lo recibes todo como proveniente de Dios, de igual modo aceptarás la muerte conformándote con su divina voluntad, y tu salvación será segura.
Abandonémonos, pues, sin reserva al gusto del Señor: como es infinitamente sabio, mejor que nosotros sabe bien lo que nos conviene; y como DIOS ama hasta el punto de haber dado su vida por nosotros, no puede querer más que nuestro mayor bien. “Persuadámonos, dice San Basilio, que Dios se cuida más de nuestra ventura de lo que nosotros mismos podríamos hacerlo y desearlo.”