Llega el hombre y Dios cambia su "lenguaje"

Por: Antoni Carol y Enric Cases | Fuente: M&M Euroeditors



El primer capítulo del primer libro de la Biblia habla expresamente de la cuestión que nos ocupa.

Entremos, por tanto, en el libro del Génesis. Pasamos de largo los miles de millones de años (¡los "días"!) que Dios se toma para ir preparando un ambiente o un entorno que sea habitable y adecuado para la vida humana. Como ya hemos dicho, el hombre del Génesis aparece casi al final: en el sexto día. Y es, justamente, en el relato de aquella maravillosa mañana de la creación, cuando la Palabra divina experimenta un doble cambio en su manera de expresarse: comienza a hablar en primera persona y comienza a hablar de sexualidad (como expresión del amor personal entre el hombre y la mujer). Así, "el Creador parece detenerse antes de llamarlo [al hombre] a la existencia, como si volviese a entrar en sí mismo para tomar una decisión" (AG 12.IX.79, 3).

En primer lugar, cuando se disponía a crear al hombre, Él exclamó:
 "Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza" (Gn 1, 26). 
Notemos un hecho relevante: cuando se trata de la llegada del hombre, Dios -¡por primera vez!- "habla" en primera persona y en plural. Nunca lo había hecho antes.

En efecto, hasta entonces el "lenguaje" de Dios había usado expresiones como las siguientes:
"Haya luz" (Gn 1, 3); "Haya un firmamento en medio de las aguas que separe unas aguas de las otras" (Gn 1, 6); "Haya lumbreras en el firmamento del cielo" (Gn 1, 14), etc. 
Es decir, hasta aquel momento había hablado con un tono imperativo e impersonal, como si todo aquello que estaba haciendo prácticamente no le afectara. De repente, -refiriéndose al hombre y a la mujer- habla en primera persona del plural, como para dar a entender que se "co-implica" personalmente en lo que está creando, lo cual es tanto como decir que Dios se "complica" la vida, esto es, ¡Dios se la juega!

El hombre, "sacerdote de la creación"


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Llegados a este punto, vale la pena referir una idea que Juan Pablo II ha contribuido a difundir: "El hombre es sacerdote de toda la creación, habla en nombre de ella"2. Realmente, a primera vista, puede resultar extraña esta afirmación; por lo menos, no nos resulta familiar, ya que por sacerdote identificamos inmediatamente la imagen del cura o del presbítero, y en este caso se aplica el término "sacerdote" a todo hombre. La idea, sin embargo, es bonita y fecunda.

¿Qué significa ser "sacerdote"?; ¿quién es el sacerdote? Pues aquél que hace de mediador entre Dios y los hombres. Juan Pablo II nos dice que todo hombre, por el querer de Dios, es mediador entre Él y la creación. El hombre, cada mujer y cada hombre, es constituido en administrador de la creación, de manera que -con agradecimiento- tiene que reconocer la creación como un don venido de la divinidad, lo ha de perfeccionar y, finalmente, realizando el correspondiente ofrecimiento de las obras, ha de devolverlo a Dios.

Tanto es así, que Dios espera que el hombre hable en nombre de la creación. Toda criatura, toda cosa existente "habla" del Creador y da gloria al Señor, es decir, toda cosa creada -a su manera- contribuye a reflejar la perfección y la belleza divinas. Todo existente y todo viviente "habla" de Dios siguiendo ciegamente las inclinaciones de su naturaleza. El hombre, en cambio, está destinado no solamente a "hablar" de Dios de una manera más profunda y, a la vez más elevada, sino que, además, puede y debe hablar a Dios:
 "Es preciso que el hombre dé honor al Creador ofreciendo, en una acción de gracias y de alabanza, todo o que de Él ha recibido. El hombre no puede perder el sentido de esta deuda, que solamente él, entre todas las otras realidades terrestres, puede reconocer y saldar como criatura hecha a imagen y semejanza de Dios"
El hombre sí que puede hablar de verdad: con inteligencia y voluntariedad. Sí, con libertad, que por eso se dice que es un animal débil en instintos. Aquí reside el aspecto que radicalmente diferencia al hombre del resto de los existentes.

 De hecho, puede no querer hablarle e, incluso, puede ir en contra de su propia naturaleza. Había afirmado Ortega y Gasset que, mientras que el tigre no puede "destigrarse", el hombre sí puede deshumanizarse. Dramática posibilidad ésta, ya que, si bien es cierto que "Dios perdona siempre y el hombre a veces", a la vez, la realidad muestra que "la naturaleza no perdona nunca".

Esta simple observación -que el hombre puede y debe "hablar de Dios" de manera distinta de los otros seres y que puede y debe hablar a Dios- lo sitúa en un status muy singular, en una situación -diríamos- de privilegio. La Sagrada Escritura así lo refiere en uno de sus salmos:
"Cuando veo los cielos, obra de tus dedos, la luna y las estrellas, que Tú pusiste, ¿qué es el hombre, para que de él te acuerdes (...)? Lo has hecho poco menor que los ángeles, le has coronado de gloria y honor. Le das el mando sobre las obras de tus manos. Todo lo has puesto bajo sus pies"
 (Ps 8, 4-7).
Y es que, digámoslo nuevamente, él ha sido creado en vista a llegar a ser hijo de Dios. Lo cual marca un estilo de amor, cosa que Cristo nos confirmará en vida, sobre todo con la herencia del mandamiento de la caridad (¡un nuevo mandamiento!) y con el ejemplo radical de su entrega en la Cruz.


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