El amor de los esposos, ciertamente, no se acaba en esta vida, sino que tiene un destino eterno
Por: Antoni Carol y Enric Cases | Fuente: M&M Euroeditors
Hay quien dice que "a una persona se la conoce por su muerte". Si es verdad -tal como afirma el Concilio Vaticano II- que la muerte es el punto álgido del enigma de la vida humana, vivir la vida sin considerar el horizonte de la muerte y del más allá, está claro, que es manifestación de una mirada corta y de una mentalidad superficial.
Ya hemos mencionado algunas de las llamadas de Jesucristo a perseverar en una actitud de alerta. Más aún: es ejercicio de cada uno intentar reproducir en la propia imaginación la escena de la muerte del mismo Cristo. En cualquier caso, el hecho es que quienes lo presenciaron no quedaron indiferentes: "El centurión, al ver lo que había sucedido, glorificó a Dios diciendo: ´Verdaderamente este hombre era justo. Y toda la multitud que se había reunido ante este espectáculo, al contemplar lo ocurrido, regresaba golpeándose el pecho" (Lc 23, 47-48).
Por su muerte a una persona se le conoce el resto de la vida vivida. Hay quien pone su vida terrenal en función de la futura y definitiva vida eterna, y esto se nota a la hora de la muerte. Éste es, quizá, el factor que marca más profundamente y modela más bellamente nuestra vida. No hay duda de que la actitud ante el matrimonio, la familia, la natalidad, la sexualidad, etc. está decisivamente condicionada por las cuestiones que comentamos.
Con palabras del Catecismo de la Iglesia Católica, "la dos cuestiones, la del origen y la del fin, son inseparables. Son decisivas para el sentido y la orientación de nuestra vida y nuestro obrar" (n. 282).
En este sentido, es muy bonita la visión de la vida presente como un noviazgo: un tiempo -lleno de ilusión- de preparación para el más allá. Otro autor espiritual afirmaba que "morir, para nosotros [los cristianos], es ir de bodas". Por contraste, uno deduce que la vida presente tiene, en un cierto sentido, un carácter nupcial. El hombre histórico no puede permanecer indiferente ante esta perspectiva.
Haciendo derivar esta cuestión hacia el terreno del amor matrimonial, podríamos decir que "el amor de los esposos, ciertamente, no se acaba en esta vida, sino que tiene un destino eterno. Precisamente es la eternidad donde podremos amar sin los obstáculos (malentendidos, separación física, mutuo desconocimiento, etc.) y sin las amenazas de esta vida (libertad defectible, entornos con un ambiente poco adecuado para el amor, etc.).
Con la muerte se rompe el vínculo jurídico del matrimonio (ya no es necesario), pero el amor sigue vigente. La vida matrimonial, en el fondo, es como un "noviazgo", durante el cual nos es dada la oportunidad de aprender a amar y de enamorarnos, sabiendo que en la eternidad viviremos del grado de enamoramiento alcanzado en la tierra, aunque potenciado por la visión beatífica"28.
Adoptar una perspectiva nupcial de la vida significa que uno vive más de proyectos que de recuerdos. El espíritu enamorado, el espíritu que se mantiene joven, no olvida los recuerdos, pero vive fundamentalmente de proyectos, vive la alegría propia de quien trabaja en el presente para alcanzar las ilusiones del futuro.
El noviazgo se nos presenta como un tiempo de proyectos y de ilusiones, un tiempo alegre preparación para aquello que ha de llegar a ser la plenitud (el matrimonio). No es el noviazgo un tiempo de entretenimiento (no sirve para eso) o una simple situación provisional, llamada a desaparecer sin más, sino que es un tiempo de preparación (y preparación ya es donación) destinado a tener una continuidad dentro de la plenitud: uno se casa, justamente, con la que es su prometida (no con otra). Por el hecho real de que podemos amar, y que el amor reclama eternidad, al hombre le conviene enfocar la vida misma con esta motivadora orientación de futuro, propia de la etapa nupcial que precede a las bodas.
Y de la misma manera que el noviazgo no es mera situación provisional, destinada a diluirse, tampoco lo es la vida en el tiempo. Si el noviazgo es la preparación para las bodas, el tiempo de esta vida puede llegar a ser preparación para la eternidad. De ahí la propuesta del Papa de santificar el tiempo: "En el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental" (TMA 10).
Por tanto, hay que imprimir a cada segundo de nuestro tiempo un sentido de eternidad, ya que tal como vivamos este tiempo así resultará ser nuestra eternidad. Entre el tiempo y la eternidad (como también ocurre con el noviazgo y las bodas), si bien hay una discontinuidad, también hay una fundamental continuidad.
El cielo: no lo podemos describir
"Aunque ante la muerte cualquier imaginación desfallece, la Iglesia, no obstante, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sigo creado por Dios para un destino feliz, más allá (...) de este mundo" (GS 18). Hemos querido comenzar con esta cita del Concilio con el fin de destacar que el recurso a la imaginación es totalmente insuficiente para afrontar las cuestiones del más allá. A pesar de todo, la contemplación de nuestra propia naturaleza nos puede ayudar a entender algunas cosas del más allá, y la reflexión sobre la Revelación nos permitirá ampliar este conocimiento.
No es difícil hacerse cargo de que la articulación concreta de la vida en la eternidad (sea en comunión con Dios, sea apartada de Dios) es inimaginable: "Resulta demasiado evidente que -a base de las experiencias y conocimientos del hombre en la temporalidad, esto es, en "este mundo"- es difícil construir una imagen plenamente adecuada del "mundo futuro"" (AG 13.I.82, 7).
La eternidad se encuentra más allá de las dimensiones de espacio y de tiempo, por lo que nuestra imaginación (que "trabaja" a nivel de imágenes) no la alcanza: no nos podemos formar imágenes concretas de la vida en régimen de eternidad. Esto es lo que justamente trata de transmitir san Pablo en el famoso pasaje de 1 Cor 2, 9: "Ni ojo vio, ni oído oyó. ni pasó por el corazón del hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman".
Él no encuentra palabras par describir lo que ha "visto": con categorías humanas sólo puede afirmar que la vida del más allá en comunión con Dios es indescriptible.
No obstante, esta aseveración no es una mala noticia: poco cielo sería si lo pudiésemos describir con imágenes terrenas. Pero todo eso no significa que no podamos saber nada de la vida eterna o que no podamos entender nada de ella. Una cosa es imaginar y otra (¡y muy distinta!) es saber o entender.
A título de simple ilustración, salvando las distancias, Platón -¡unos cuatro siglos antes de Crsito!- manifiesta en su diálogo Fedón el convencimiento de una vida de inmortalidad del alma humana en un "mundo" que no se ve capaz de describir. Platón pone sus pensamientos en las palabras de su querido maestro: es el propio Sócrates, instantes antes de la ejecución de su pena de muerte, quien habla de estas cuestiones a los que le acompañan en aquel dramático momento.
No duda de que el destino de las almas más allá de la muerte está en función del comportamiento mantenido en esta vida (¡hay una continuidad!): "Aquéllos a quienes se les reconoce una vida santa (...) son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán". Efectivamente, Sócrates augura para los hombres virtuosos un más allá que, incluso, trata de describir con imágenes: "Son acogidos en parajes todavía más admirables que no es fácil describiros", a pesar de que -añade- aquellas imágenes no logran mostrar lo que en realidad se encontrarán; es más, "lo que un hombre prudente no debe hacer es sostener que las cosas sean tal como os las he descrito".
"Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección"
No podemos imaginar el cielo, pero sí que podemos entender algunos de los aspectos del amor en el cielo, es decir, del amor del hombre escatológico: "No hay duda de que, con la ayuda de que, con la ayuda de las palabras de Cristo, es posible y asequible, al menos, una cierta aproximación a esta imagen [del cielo]" (AG 13.I.82, 7).
De entrada, con la luz natural de la razón podemos comprender (incluso demostrar) que nuestra propia alma -que es espiritual, es decir, totalmente inmaterial- tiene una pervivencia más allá de la muerte (que para el hombre no es aniquilación, sino separación de su alma espiritual respecto de su cuerpo material).
Páginas antes ya nos habíamos referido a la ilimitación del amor, en el sentido de que el amor auténtico no se acaba nunca, todo lo contrario, crece. Y, además, crece sin parar (sin límites). Decíamos que esta dinámica reclama eternidad. Lo mismo pasa con el conocimiento ("el saber no ocupa lugar").
Pues si nuestra voluntad es capaz de hacer, vivir y experimentar una actividad como ésta es porque ella misma es espiritual, esto es, no depende de la materia (aun cuando el hombre histórico sólo tiene experiencia de subsistir, conocer y amar a través del cuerpo).
Otras actividades que personalmente cada hombre puede experimentar (la autoreflexión, la abstracción, amar el dolor, etc.) son otras pruebas de que nuestra alma espiritual -en sí misma y por sí misma- es totalmente inmaterial y no depende de la materia. Si el hombre no tuviera este qué de espiritualidad huiría automáticamente del dolor, sería incapaz de conocerse a sí mismo, no podría formarse intelectualmente conceptos, etc.
De la misma manera que nuestra alma es capaz de hacer todo eso, a la vez y lógicamente, es capaz de subsistir (o pervivir) más allá de la corrupción del cuerpo material.
Lo que hemos afirmado hasta aquí es válido para el alma humana, pero no precisamente para el cuerpo humano. A la inversa de lo que suceda con nuestro conocimiento y con nuestro amor, la experiencia más evidente que tenemos de nuestra vida corporal es la de un progresivo envejecimiento, agotamiento y desorganización que, al llegar a un determinado punto, ya no puede subsistir por más tiempo. Al mismo tiempo, tampoco encontramos ningún elemento en nuestra propia naturaleza que exija o haga pensar en una necesaria recomposición o restitución corporal.
Más aún: entre los grandes pensadores antiguos, si bien no hay duda de la pervivencia del alma humana, en cambio, por lo que se refiere al cuerpo, el tema era muy distinto. En el caso del mencionado Platón, uno de los elementos de felicidad de la vida más allá de la muerte consiste -¡precisamente!- en sacudirse de encima el cuerpo, que consideraba como una especie de cárcel del alma.
El propio san Pablo, cuando dialogaba en el Areópago de Atenas con toda aquella gente aficionada al pensamiento (epicúreos y estoicos), en el momento de mencionar la resurrección de la carne, vio como se diluía la expectación y atención que hasta aquel momento había logrado generar entre aquel difícil auditorio: "Cuando oyeron "resurrección de los muertos", unos se reían y otros decían: ´Te escucharemos sobre esto en otra ocasión´" (Hch 17, 32).
La resurrección del cuerpo la conocemos por Revelación. Así lo afirma expresamente el Magisterio: "¿Cómo resucitan los muertos? Este "cómo" sobrepasa nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe" (CEC 1000). Además, la resurrección de Jesucristo con su propio Cuerpo es la mejor garantía para el hombre de su retorno final al árbol de la Vida, del que fue alejado en el momento del pecado original (cf. AG 3.II.82, 1)29.
A partir de este punto, todo lo que hayamos de reflexionar deberá respetar y ajustarse a tres principios básicos: 1. "Cristo, modelo y causa ejemplar de nuestra resurrección"; 2. "Discontinuidad dentro de una fundamental continuidad"; 3. "Justa ordenación y subordinación de las realidades".
Cristo es modelo y causa ejemplar de la resurrección de nuestro cuerpo.
Hay una afirmación del Concilio Vaticano II que Juan Pablo ha repetido una y mil veces: "El misterio del hombre no se ilumina verdaderamente, sino en el misterio del Verbo encarnado (...). Cristo (...) muestra plenamente lo que es el hombre al hombre mismo" (GS 22).
Esta afirmación es para nosotros un principio orientador básico. El hecho es que Jesucristo resucitó con cuerpo; más aún, con su propio Cuerpo. Y Él lo hace notar expresamente: mientras que, turbados y llenos de susto, los Apóstoles no acababan de hacerse cargo de lo que estaban viendo, Jesús resucitado les dijo: "Soy yo mismo" (Lc 24, 39).
En otros pasajes de la Sagrada Escritura (especialmente del Nuevo Testamento), gradualmente, es afirmada la resurrección del cuerpo: "La resurrección de los muertos fue revelada progresivamente por Dios a su Pueblo" (CEC 992). Pero, más allá de la revelación de la resurrección de los cuerpos humanos, lo que nos interesa particularmente es la resurrección del Cuerpo de Cristo. La contemplación del Cuerpo de Jesucristo resucitado abrirá paso al comentario de los otros dos principios básicos, vertebradores de lo que podamos decir acerca del amor del hombre escatológico.
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El encanto original de la mujer y la dignidad del hombre, M&M Euroeditors
28Ingeniería del amor, o.c., p. 23