La segunda palabra:
« ¡Hoy estarás conmigo en el Paraíso! »
Crucificado Amor mío, mientras contigo hago oración, la fuerza arrebatadora de tu amor y de tus penas mantiene mi mirada fija en ti; pero siento que se me rompe el corazón por el dolor al verte sufrir tanto.
Tú estás delirando de amor y de dolor y las llamas que abrasan tu Corazón se elevan tanto que están a punto de hacerte cenizas; tu amor reprimido es más fuerte que la misma muerte y tú, queriendo darle desahogo a tu amor, mirando al ladrón que se encuentra a tu derecha, se lo robas al infierno; le tocas el corazón con tu gracia y cambia totalmente; te reconoce, confiesa que tú eres Dios, y lleno de contrición dice:
« ¡Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu Reino! ».
Y tú no vacilas en responderle:
« ¡Hoy estarás conmigo en el paraíso! ».
Y se convierte así en el primer triunfo de tu amor. Pero me doy cuenta que tu amor no solamente le roba el corazón a este ladrón, sino también a tantos moribundos. ¡Ah!, tú pones a su disposición tu sangre, tu amor, tus méritos y haces uso de todos tus artificios y estratagemas divinos para tocarles el corazón y cautivarlos a todos para ti. ¡Pero también aquí tu amor se ve obstaculizado! ¡Cuántos rechazos, cuántas desconfianzas, cuántas desesperaciones! ¡Es tan grande tu dolor que de nuevo te reduce al silencio!
¡Oh Jesús mío!, quiero reparar por todos aquellos que se desesperan despreciando tu divina misericordia en el momento de su muerte. Dulce Amor mío, inspírales a todos fe y confianza ilimitada en ti, especialmente a quienes se hallan angustiados en su agonía, y en virtud de esta palabra tuya concédeles luz, fuerza y ayuda para poder morir santamente y volar de la tierra al cielo. En tu santísimo cuerpo, en tu sangre, en tus llagas, contienes a todas las almas, ¡oh Jesús!, así pues, por los méritos de tu preciosísima sangre, no permitas que ni siquiera una sola alma se pierda. Que también hoy tu sangre unida a tu voz les grite a todos:
« ¡Hoy estaréis conmigo en el paraíso! ».
La tercera palabra:
A María Santísima: « Mujer, he ahí a tu hijo ».
A Juan: « He ahí a tu Madre ».
Crucificado Jesús mío, tus penas aumentan cada vez más. ¡Ah, sobre esta cruz tú eres el verdadero Rey de los dolores! No se te escapa ni una sola alma en medio de tantas penas, más aún, a cada una le das tu misma vida. Pero las criaturas se resisten a recibir tu amor, lo desprecian y no lo toman en consideración; y tu amor, no pudiendo desahogarse, se hace cada vez más intenso y te tortura en modo inaudito; y en medio de estas torturas se pone a investigar para ver qué más le puede dar al hombre para vencerlo, y te hace decir: « ¡Oh alma, mira cuánto te he amado! ¡Si no quieres tener piedad de ti misma, ten piedad al menos de mi amor! ».
Mientras tanto, viendo que ya no tienes nada que darle, habiéndole dado todo, vuelves tu débil mirada hacia tu Madre. También ella está más que moribunda a causa de tus penas y es tan grande el amor que la tortura, que la tiene crucificada junto contigo. Madre e Hijo se comprenden; y tú das un suspiro de satisfacción y te consuelas al ver que todavía puedes darles a las criaturas a tu Madre; y viendo en Juan a todo el género humano, con una voz tan tierna que enternece a todos los corazones, le dices a tu Madre:
« ¡Mujer, he ahí a tu hijo! ».
Y a Juan: « ¡He ahí a tu Madre! ».
Tu voz penetra en su Corazón materno y junto con la voz de tu sangre sigues diciendo:
« Madre mía, a ti te confío todos mis hijos. ¡Así como me amas a mí, ámalos también a ellos! Que todos tus cuidados y ternuras maternas sean para mis hijos. Tú me los salvarás a todos ».
Tu Madre Santísima acepta. Y mientras tanto, son tan intensas tus penas, que de nuevo te reducen al silencio.
¡Oh Jesús mío!, quiero reparar todas las ofensas que se le hacen a la Santísima Virgen, las blasfemias y las ingratitudes de tantos que no quieren reconocer los inmensos beneficios que nos has dado dándonosla por Madre. ¿Cómo podremos agradecerte este beneficio tan grande? Recurro a tu misma fuente, ¡oh Jesús!, y te ofrezco tu sangre, tus llagas y el amor infinito de tu Corazón.
¡Oh Virgen Santísima, qué conmoción tan grande sientes al oír la voz de tu amado Jesús que te deja como Madre de todos nosotros! Te doy gracias, Virgen bendita, y para darte gracias como mereces te ofrezco la misma gratitud de tu Jesús.
¡Oh dulce Madre!, protégenos, cuídanos, no dejes que jamás te ofendamos en lo más mínimo, tennos siempre abrazados a Jesús y con tus manos átanos a él, de manera que nunca más podamos volver a huir de él.
Quiero reparar con tus mismas intenciones todas las ofensas que le hacen a Jesús y las que te hacen a ti también, ¡oh dulce Madre mía!
¡Oh Jesús mío!, mientras sigues sumergido en tantas penas, tú abogas aún más por la causa de la salvación de las almas. Pero yo no me quedaré indiferente; quiero levantar el vuelo hacia tus llagas como una paloma y besarlas, curarlas y arrojarme dentro de tu sangre, para poder decir contigo: « ¡Almas, almas!».
Quiero sostener tu cabeza traspasada y adolorida, para repararte y pedirte misericordia, amor y perdón para todos.
¡Oh Jesús mío!, reina en mi mente y sánala por medio de las espinas que traspasan tu cabeza y no permitas que penetre ninguna turbación en mí. Frente majestuosa de mi Jesús, te beso: atrae todos mis pensamientos a que te contemplen y te comprendan.
Quiero sostener tu cabeza traspasada y adolorida, para repararte y pedirte misericordia, amor y perdón para todos.
¡Oh Jesús mío!, reina en mi mente y sánala por medio de las espinas que traspasan tu cabeza y no permitas que penetre ninguna turbación en mí. Frente majestuosa de mi Jesús, te beso: atrae todos mis pensamientos a que te contemplen y te comprendan.
Ojos dulcísimos de mi Sumo Bien, mírenme, aunque estén cubiertos de sangre: miren mi miseria, mi debilidad, mi pobre corazón y háganme experimentar los
maravillosos efectos de su mirada divina. Oídos de mi Jesús ensordecidos por los insultos y las blasfemias de los impíos, pero también siempre atentos para escucharnos, ¡ah!, escuchen esta oración y no desprecien mis reparaciones. ¡Sí, oh Jesús, escucha el grito de mi corazón, que sólo se calmará cuando me lo hayas colmado de tu amor!
Rostro hermosísimo de mi Jesús, muéstrate, haz que te vea, para que pueda separar mi corazón de todo y de todos; que tu belleza me enamore continuamente y me tenga para siempre arrobado en ti. Boca dulcísima de mi Jesús, háblame, haz que tu voz haga eco siempre en mí y que la potencia de tu palabra destruya en mí todo lo que no es Voluntad de Dios, todo lo que no es amor.
¡Oh Jesús!, extiendo mis brazos para abrazarte y tú extiende los tuyos para abrazarme. ¡Oh mi Bien!, haz que sea tan fuerte este abrazo de amor que ninguna fuerza humana pueda separarnos, y así abrazados, apoyaré mi rostro sobre tu Corazón, y luego, lleno de confianza, te besaré y tú me darás el beso de tu amor. De este modo, harás que respire tu aliento dulcísimo, tu amor, tu Voluntad, tus penas y toda tu vida divina.
Hombros santísimos de mi Jesús, siempre fuertes y constantes en el sufrir por amor a mí, denme fuerza, constancia y heroísmo para sufrir por amor a ti, oh Jesús. No permitas, mi dulce Bien, que yo sea inconstante en el amor, antes bien, dame tu inmutabilidad.
Pecho incendiado de mi Jesús, dame tus llamas, tú ya no puedes contenerlas y mi corazón las busca con ansia a través de esa sangre y de esas llagas. Son las llamas de tu amor lo que más te atormenta, ¡oh Jesús!
¡Oh mi dulce Bien!, dame tus llamas: ¿No te mueve a compasión un alma tan fría y tan pobre en el amor? Manos santísimas de mi Jesús que han creado el Cielo y la tierra, reducidas ya al grado de no poder moverse más.
Rostro hermosísimo de mi Jesús, muéstrate, haz que te vea, para que pueda separar mi corazón de todo y de todos; que tu belleza me enamore continuamente y me tenga para siempre arrobado en ti. Boca dulcísima de mi Jesús, háblame, haz que tu voz haga eco siempre en mí y que la potencia de tu palabra destruya en mí todo lo que no es Voluntad de Dios, todo lo que no es amor.
¡Oh Jesús!, extiendo mis brazos para abrazarte y tú extiende los tuyos para abrazarme. ¡Oh mi Bien!, haz que sea tan fuerte este abrazo de amor que ninguna fuerza humana pueda separarnos, y así abrazados, apoyaré mi rostro sobre tu Corazón, y luego, lleno de confianza, te besaré y tú me darás el beso de tu amor. De este modo, harás que respire tu aliento dulcísimo, tu amor, tu Voluntad, tus penas y toda tu vida divina.
Hombros santísimos de mi Jesús, siempre fuertes y constantes en el sufrir por amor a mí, denme fuerza, constancia y heroísmo para sufrir por amor a ti, oh Jesús. No permitas, mi dulce Bien, que yo sea inconstante en el amor, antes bien, dame tu inmutabilidad.
Pecho incendiado de mi Jesús, dame tus llamas, tú ya no puedes contenerlas y mi corazón las busca con ansia a través de esa sangre y de esas llagas. Son las llamas de tu amor lo que más te atormenta, ¡oh Jesús!
¡Oh mi dulce Bien!, dame tus llamas: ¿No te mueve a compasión un alma tan fría y tan pobre en el amor? Manos santísimas de mi Jesús que han creado el Cielo y la tierra, reducidas ya al grado de no poder moverse más.
¡Oh Jesús mío!, continúa tu creación, la creación del amor. Crea en todo mi ser vida nueva, vida divina; pronuncia tus palabras sobre mi corazón y transfórmalo completamente en el tuyo.
Pies santísimos de mi Jesús, no me dejen nunca solo; háganme correr siempre con ustedes y que no vaya yo a dar ni un solo paso lejos de ustedes. Jesús, con mi amor y con mis reparaciones quiero darte alivio por todos los dolores que sufres en tus santísimos pies.
Crucificado Jesús mío, adoro tu preciosísima sangre y beso una por una tus llagas, queriendo sepultar en ellas todo mi amor, mis adoraciones y mis más fervientes reparaciones. Que tu sangre sea para todas las almas luz en las tinieblas, consuelo en sus penas, fuerza en su debilidad, perdón en la culpa, ayuda en las tentaciones, defensa en los peligros, apoyo a la hora de su muerte y alas que las conduzcan de este mundo al cielo.
¡Oh Jesús!, vengo a ti y hago de tu Corazón mi nido y mi morada. Desde tu Corazón, dulce Amor mío, llamaré a todos para que vengan a ti; y si alguno quisiera acercarse para ofenderte, yo expondré mi pecho y no permitiré que te hiera; es más, lo encerraré en tu Corazón, le hablaré de tu amor y haré que sus ofensas se conviertan en amor.
¡Oh Jesús!, jamás dejes que yo vuelva a salir de tu Corazón; aliméntame con las llamas de tu amor y dame vida con tu vida, para poder amarte como tú mismo anhelas ser amado.
La cuarta palabra:
« Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ».
Penante Jesús mío, mientras estoy abrazado fuertemente a tu Corazón y abandonado del todo en él, contando tus penas, veo que tu santísima humanidad se ve invadida por una terrible convulsión; tus miembros tiemblan como si quisieran separarse unos de otros, y en medio de las contorsiones que sufres por los atroces espasmos de tu agonía, gritas fuertemente:
« ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? ».
Y al oír este grito todos tiemblan, las tinieblas se hacen más densas y tu Madre Santísima, petrificada, se pone pálida y se desmaya. ¡Vida mía y Todo mío! ¡Oh Jesús!, pero, ¿qué es lo que veo? ¡Ah!, tu muerte está cerca y tus mismas penas, siempre fieles a ti, están por abandonarte. Y entre tanto, después de tanto sufrir, con sumo dolor te das cuenta de que no todas las almas están incorporadas a ti, sino por el contrario, ves que muchas se perderán y sientes su dolorosa separación como si ellas mismas se arrancaran de tus miembros. Y tú, debiendo darle satisfacción a la divina justicia también por ellas, sientes la muerte de cada una, sientes las mismas penas que ellas deberán sufrir en el infierno, y les gritas con fuerza a todos esos corazones:
« ¡No me abandonen! Si quieren que yo sufra más todavía, estoy dispuesto, pero no se separen de mi humanidad. ¡Este es el dolor de los dolores, ésta es la muerte de las muertes! ¡Todo lo demás sería nada para mí si no tuviera que sufrir esta separación! ¡Ah, piedad de mi sangre, de mis llagas, de mi muerte!
Este grito será continuo en su corazón: ¡Ah, no me abandonen! ».
¡Amor mío, cuánto te compadezco! Te estás sofocando; tu santísima cabeza ha caído ya sobre tu pecho; la vida te está abandonando...
Amor mío, me siento morir; también yo quiero gritar contigo: « ¡Almas, almas! ». No me separaré de tu cruz y de tus llagas para pedirte almas; y si tú quieres, entraré en los corazones de las criaturas, los rodearé con tus penas para que no se me escapen y si me fuera posible quisiera ponerme a la puerta del infierno para hacer que retrocedan las almas que están destinadas a este puesto y conducirlas a tu Corazón.
Pero tú agonizas y callas, y yo lloro porque veo que estás por morir. ¡Oh Jesús mío!, te compadezco, estrecho tu Corazón fuertemente al mío, lo beso y lo miro con toda la ternura de la que ahora soy capaz, y para procurarte un mayor alivio, hago mía la ternura divina y con ella quiero compadecerte, quiero convertir mi corazón en un río de dulzura y derramarlo en el tuyo, para endulzar la amargura que sientes por la perdición de tantas almas.
Verdaderamente es muy doloroso este grito, ¡oh Jesús mío!; más que el abandono del Padre, es la perdición de las almas que se alejan de ti lo que hace que se te escape del Corazón este doloroso lamento.
¡Oh Jesús mío!, aumenta en todos tu gracia para que nadie se pierda; y que mi reparación sea a favor de aquellas almas que deberían perderse, para que no se pierdan. Te ruego además, ¡oh Jesús mío!, por este extremo abandono, que ayudes a tantas almas que te aman y que tú, para hacer que te acompañen en tu abandono, parece que las privas de ti dejándolas en las tinieblas; que sus penas sean, ¡oh Jesús!, como plegarias que llamen a todas las almas a tu lado y que conforten tu dolor.
Reflexiones y prácticas
Jesús perdona al buen ladrón y con tanto amor, que de inmediato se lo lleva consigo al cielo y nosotros, ¿pedimos siempre por las almas de los moribundos que tienen necesidad de una oración para que se cierre el infierno y se abran las puertas del cielo para ellos?
Las penas de Jesús sobre la cruz crecen, van en aumento, pero él, olvidándose de sí mismo, ruega siempre por nosotros; no se queda con nada para sí mismo, sino que nos lo da todo, incluyendo a su Madre Santísima, como el don más preciado de su Corazón. Y nosotros, ¿le damos todo a Jesús?
En todo lo que hacemos, en nuestras oraciones, en nuestras acciones y en todo, ¿ponemos siempre la intención de absorber nuevo amor en nosotros, para que luego se lo podamos devolver a Jesús? Debemos hacerlo nuestro para darlo, para que todo lo que hagamos lleve el sello de lo que hace Jesús.
Cuando el Señor nos da fervor, luz y amor, ¿nos servimos de ello para el bien de los demás? ¿Tratamos de encerrar a las almas en esta luz y en este fervor para inducir al Corazón de Jesús a amarlas? O bien, llenos de egoísmo, ¿nos quedamos con sus gracias solamente para nosotros?
« ¡Oh Jesús mío!, que cada pequeña chispa de amor que sienta en mi corazón se transforme en un incendio que incendie todos los corazones de las criaturas y los encierre en tu Corazón ».
¿Cómo aprovechamos el gran don que nos dio al darnos a su Madre Santísima? ¿Hacemos nuestro el amor de Jesús, sus ternuras y todo lo que él hacía, para contentar a su Madre? ¿Podemos decir que nuestra divina Madre puede hallar en nosotros la alegría que hallaba en su hijo Jesús? ¿Estamos siempre cerca de ella como hijos fieles, le obedecemos e imitamos sus virtudes? ¿Hacemos todo lo que está de nuestra parte para no huir de sus miradas a fin de que nos tenga siempre abrazados como a Jesús? ¿Le pedimos a nuestra Madre Santísima que nos guíe en todo lo que hacemos, para poder obrar santamente como verdaderos hijos suyos bajo su mirada piadosa?
Y para poder darle la alegría que le daba su Hijo, ¿le pedimos a Jesús que nos dé todo ese amor con el que él mismo amaba a su Madre Santísima, la gloria que le daba continuamente, su ternura y todas sus finezas de amor? Hagamos nuestro todo esto y digámosle a nuestra amadísima Madre Celestial: « Dentro de nosotros tenemos a Jesús, y para hacerte feliz y para que puedas hallar en nosotros lo mismo que hallabas en Jesús, te lo damos todo. Además, ¡oh dulce Madre!, queremos darle a Jesús todas las alegrías que él hallaba en ti, por eso queremos entrar en tu Corazón y tomar tu amor, todas tus alegrías, todas tus ternuras y cuidados maternos, para dárselos a Jesús. Madre Santa, que tus manos sean las cadenas que nos tengan encadenados a ti y a Jesús ».
Jesús no se detiene ante nada: amándonos sumamente, quiere salvarnos a todos y si le fuera posible, quisiera arrancarle todas las almas al infierno a costa de cualquier pena. Pero a pesar de todo se da cuenta de que hay almas que quieren zafarse de sus brazos y no pudiendo contener su dolor, exclama: « Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado? ». ¿Podemos decir que nuestro amor por las almas es semejante al de Jesús? Nuestras oraciones, nuestras penas, nuestros más pequeños actos, ¿están todos unidos a los actos y a las oraciones de Jesús para arrancarle almas al infierno? ¿De qué manera compadecemos a Jesús en este inmenso dolor? Si nuestra vida se pudiera consumar en un holocausto continuo no sería suficiente para compadecer este dolor. Cada pequeño acto, cada pena, cada pensamiento que unimos a Jesús, puede servir para que le arranquemos almas al infierno y así no caigan en él. Unidos a Jesús, tendremos en nuestras manos su mismo poder; si en cambio no hacemos todos nuestros actos unidos a él, no podrán servir ni siquiera para salvar a una sola alma del infierno.
«Amor mío y Todo mío, tenme abrazado fuertemente a tu Corazón, para poder sentir de inmediato cuando un pecador está por darte el dolor de apartarse de ti y así poder hacer mi parte inmediatamente».
«¡Oh Jesús mío!, que tu amor tenga atado mi corazón, para que, encendido por tu fuego, pueda sentir el amor con el que tú mismo amas a las almas. Cuando yo sufra algún dolor, alguna pena o amargura, ¡oh Jesús!, haz entonces que tu justicia se desahogue sobre mí y toma de mí la satisfacción que quieres; pero, ¡oh Jesús!, que el pecador se salve y que mis penas sean el vínculo que las tenga atadas a ti y que mi alma tenga el consuelo de ver que tu justicia está satisfecha».
Crucificado Jesús mío, adoro tu preciosísima sangre y beso una por una tus llagas, queriendo sepultar en ellas todo mi amor, mis adoraciones y mis más fervientes reparaciones. Que tu sangre sea para todas las almas luz en las tinieblas, consuelo en sus penas, fuerza en su debilidad, perdón en la culpa, ayuda en las tentaciones, defensa en los peligros, apoyo a la hora de su muerte y alas que las conduzcan de este mundo al cielo.
¡Oh Jesús!, vengo a ti y hago de tu Corazón mi nido y mi morada. Desde tu Corazón, dulce Amor mío, llamaré a todos para que vengan a ti; y si alguno quisiera acercarse para ofenderte, yo expondré mi pecho y no permitiré que te hiera; es más, lo encerraré en tu Corazón, le hablaré de tu amor y haré que sus ofensas se conviertan en amor.
¡Oh Jesús!, jamás dejes que yo vuelva a salir de tu Corazón; aliméntame con las llamas de tu amor y dame vida con tu vida, para poder amarte como tú mismo anhelas ser amado.
La cuarta palabra:
« Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ».
Penante Jesús mío, mientras estoy abrazado fuertemente a tu Corazón y abandonado del todo en él, contando tus penas, veo que tu santísima humanidad se ve invadida por una terrible convulsión; tus miembros tiemblan como si quisieran separarse unos de otros, y en medio de las contorsiones que sufres por los atroces espasmos de tu agonía, gritas fuertemente:
« ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? ».
Y al oír este grito todos tiemblan, las tinieblas se hacen más densas y tu Madre Santísima, petrificada, se pone pálida y se desmaya. ¡Vida mía y Todo mío! ¡Oh Jesús!, pero, ¿qué es lo que veo? ¡Ah!, tu muerte está cerca y tus mismas penas, siempre fieles a ti, están por abandonarte. Y entre tanto, después de tanto sufrir, con sumo dolor te das cuenta de que no todas las almas están incorporadas a ti, sino por el contrario, ves que muchas se perderán y sientes su dolorosa separación como si ellas mismas se arrancaran de tus miembros. Y tú, debiendo darle satisfacción a la divina justicia también por ellas, sientes la muerte de cada una, sientes las mismas penas que ellas deberán sufrir en el infierno, y les gritas con fuerza a todos esos corazones:
« ¡No me abandonen! Si quieren que yo sufra más todavía, estoy dispuesto, pero no se separen de mi humanidad. ¡Este es el dolor de los dolores, ésta es la muerte de las muertes! ¡Todo lo demás sería nada para mí si no tuviera que sufrir esta separación! ¡Ah, piedad de mi sangre, de mis llagas, de mi muerte!
Este grito será continuo en su corazón: ¡Ah, no me abandonen! ».
¡Amor mío, cuánto te compadezco! Te estás sofocando; tu santísima cabeza ha caído ya sobre tu pecho; la vida te está abandonando...
Amor mío, me siento morir; también yo quiero gritar contigo: « ¡Almas, almas! ». No me separaré de tu cruz y de tus llagas para pedirte almas; y si tú quieres, entraré en los corazones de las criaturas, los rodearé con tus penas para que no se me escapen y si me fuera posible quisiera ponerme a la puerta del infierno para hacer que retrocedan las almas que están destinadas a este puesto y conducirlas a tu Corazón.
Pero tú agonizas y callas, y yo lloro porque veo que estás por morir. ¡Oh Jesús mío!, te compadezco, estrecho tu Corazón fuertemente al mío, lo beso y lo miro con toda la ternura de la que ahora soy capaz, y para procurarte un mayor alivio, hago mía la ternura divina y con ella quiero compadecerte, quiero convertir mi corazón en un río de dulzura y derramarlo en el tuyo, para endulzar la amargura que sientes por la perdición de tantas almas.
Verdaderamente es muy doloroso este grito, ¡oh Jesús mío!; más que el abandono del Padre, es la perdición de las almas que se alejan de ti lo que hace que se te escape del Corazón este doloroso lamento.
¡Oh Jesús mío!, aumenta en todos tu gracia para que nadie se pierda; y que mi reparación sea a favor de aquellas almas que deberían perderse, para que no se pierdan. Te ruego además, ¡oh Jesús mío!, por este extremo abandono, que ayudes a tantas almas que te aman y que tú, para hacer que te acompañen en tu abandono, parece que las privas de ti dejándolas en las tinieblas; que sus penas sean, ¡oh Jesús!, como plegarias que llamen a todas las almas a tu lado y que conforten tu dolor.
Reflexiones y prácticas
Jesús perdona al buen ladrón y con tanto amor, que de inmediato se lo lleva consigo al cielo y nosotros, ¿pedimos siempre por las almas de los moribundos que tienen necesidad de una oración para que se cierre el infierno y se abran las puertas del cielo para ellos?
Las penas de Jesús sobre la cruz crecen, van en aumento, pero él, olvidándose de sí mismo, ruega siempre por nosotros; no se queda con nada para sí mismo, sino que nos lo da todo, incluyendo a su Madre Santísima, como el don más preciado de su Corazón. Y nosotros, ¿le damos todo a Jesús?
En todo lo que hacemos, en nuestras oraciones, en nuestras acciones y en todo, ¿ponemos siempre la intención de absorber nuevo amor en nosotros, para que luego se lo podamos devolver a Jesús? Debemos hacerlo nuestro para darlo, para que todo lo que hagamos lleve el sello de lo que hace Jesús.
Cuando el Señor nos da fervor, luz y amor, ¿nos servimos de ello para el bien de los demás? ¿Tratamos de encerrar a las almas en esta luz y en este fervor para inducir al Corazón de Jesús a amarlas? O bien, llenos de egoísmo, ¿nos quedamos con sus gracias solamente para nosotros?
« ¡Oh Jesús mío!, que cada pequeña chispa de amor que sienta en mi corazón se transforme en un incendio que incendie todos los corazones de las criaturas y los encierre en tu Corazón ».
¿Cómo aprovechamos el gran don que nos dio al darnos a su Madre Santísima? ¿Hacemos nuestro el amor de Jesús, sus ternuras y todo lo que él hacía, para contentar a su Madre? ¿Podemos decir que nuestra divina Madre puede hallar en nosotros la alegría que hallaba en su hijo Jesús? ¿Estamos siempre cerca de ella como hijos fieles, le obedecemos e imitamos sus virtudes? ¿Hacemos todo lo que está de nuestra parte para no huir de sus miradas a fin de que nos tenga siempre abrazados como a Jesús? ¿Le pedimos a nuestra Madre Santísima que nos guíe en todo lo que hacemos, para poder obrar santamente como verdaderos hijos suyos bajo su mirada piadosa?
Y para poder darle la alegría que le daba su Hijo, ¿le pedimos a Jesús que nos dé todo ese amor con el que él mismo amaba a su Madre Santísima, la gloria que le daba continuamente, su ternura y todas sus finezas de amor? Hagamos nuestro todo esto y digámosle a nuestra amadísima Madre Celestial: « Dentro de nosotros tenemos a Jesús, y para hacerte feliz y para que puedas hallar en nosotros lo mismo que hallabas en Jesús, te lo damos todo. Además, ¡oh dulce Madre!, queremos darle a Jesús todas las alegrías que él hallaba en ti, por eso queremos entrar en tu Corazón y tomar tu amor, todas tus alegrías, todas tus ternuras y cuidados maternos, para dárselos a Jesús. Madre Santa, que tus manos sean las cadenas que nos tengan encadenados a ti y a Jesús ».
Jesús no se detiene ante nada: amándonos sumamente, quiere salvarnos a todos y si le fuera posible, quisiera arrancarle todas las almas al infierno a costa de cualquier pena. Pero a pesar de todo se da cuenta de que hay almas que quieren zafarse de sus brazos y no pudiendo contener su dolor, exclama: « Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado? ». ¿Podemos decir que nuestro amor por las almas es semejante al de Jesús? Nuestras oraciones, nuestras penas, nuestros más pequeños actos, ¿están todos unidos a los actos y a las oraciones de Jesús para arrancarle almas al infierno? ¿De qué manera compadecemos a Jesús en este inmenso dolor? Si nuestra vida se pudiera consumar en un holocausto continuo no sería suficiente para compadecer este dolor. Cada pequeño acto, cada pena, cada pensamiento que unimos a Jesús, puede servir para que le arranquemos almas al infierno y así no caigan en él. Unidos a Jesús, tendremos en nuestras manos su mismo poder; si en cambio no hacemos todos nuestros actos unidos a él, no podrán servir ni siquiera para salvar a una sola alma del infierno.
«Amor mío y Todo mío, tenme abrazado fuertemente a tu Corazón, para poder sentir de inmediato cuando un pecador está por darte el dolor de apartarse de ti y así poder hacer mi parte inmediatamente».
«¡Oh Jesús mío!, que tu amor tenga atado mi corazón, para que, encendido por tu fuego, pueda sentir el amor con el que tú mismo amas a las almas. Cuando yo sufra algún dolor, alguna pena o amargura, ¡oh Jesús!, haz entonces que tu justicia se desahogue sobre mí y toma de mí la satisfacción que quieres; pero, ¡oh Jesús!, que el pecador se salve y que mis penas sean el vínculo que las tenga atadas a ti y que mi alma tenga el consuelo de ver que tu justicia está satisfecha».