Cuarta Hora: De las 8 a las 9 de la noche
La Cena Eucarística
Dulce Amor mío, incontentable siempre en tu amor, veo que al terminar la cena legal, te pones de pie junto con tus amados discípulos y elevas al Padre el himno de acción de gracias por haberles dado el alimento, queriendo así reparar por todas las faltas de gratitud, por todas las veces que las criaturas no te agradecen todos los recursos que nos proporcionas para la conservación de nuestra vida corporal. Es por eso que tú, ¡oh Jesús!, en todo lo que haces, en todo lo que tocas y ves, tienes siempre en tus labios estas palabras:
« ¡Gracias te sean dadas, oh Padre! ».
¡Oh Jesús!, también yo, unido a ti, tomaré estas palabras de tus mismos labios y diré siempre y en todo: « Gracias, por mí y por todos », para continuar tu misma reparación por las faltas de gratitud de las criaturas.
Lavatorio de los pies
Mas parece que tu amor no se da tregua; haces que de nuevo se sienten tus amados discípulos, tomas una palangana con agua, y tomando una toalla blanca, te postras a los pies de los apóstoles, en un acto tan humilde, que llamas la atención de todo el cielo quedando estático. Hasta los mismos apóstoles se quedan paralizados al verte postrado a sus pies... Pero dime Amor mío, ¿qué es lo que quieres? ¿Qué es lo que pretendes hacer con este acto tan humilde? ¡Humildad jamás vista y que jamás se volverá a ver!
« ¡Ah, hijo mío! Quiero a todas las almas, y postrado a sus pies como un pobre mendigo, se las pido a cada uno con insistencia, y llorando tramo inventos de amor para llegar a hacerlas mías... Con este recipiente de agua mezclada con mis lágrimas y postrado a sus pies, quiero lavarlas de toda imperfección y prepararlas para recibirme en el sacramento que estoy por instituir. Es tan importante para mí este acto de recibirme en la Eucaristía, que no quiero confiarle este oficio ni a los ángeles y ni siquiera a mi querida Madre, sino que yo mismo quiero purificar las almas de mis apóstoles, hasta las partes más íntimas de su ser, para disponerlos a recibir el fruto del sacramento; y es también mi intención preparar en los apóstoles a todas las almas ».
« Quiero reparar todas las obras santas, la administración de los sacramentos, y especialmente todas las cosas hechas por los sacerdotes con espíritu de soberbia, vacías de espíritu divino y de desinterés. ¡Ah, cuántas obras buenas llegan a mí más para deshonrarme que para honrarme! ¡Más para hacerme sufrir que para complacerme! ¡Más para darme muerte que para darme vida! Estas son las ofensas que más me entristecen... ¡Oh alma!, numera todas las ofensas más íntimas que se me hacen, y con mis mismas reparaciones, repara y consuela mi Corazón lleno de amarguras ».
Afligido Bien mío, tu vida la hago mía y junto contigo quiero repararte por todas esas ofensas. Quiero entrar en los escondrijos más íntimos de tu Corazón divino y hacer una reparación con tu mismo Corazón por las ofensas más íntimas y secretas que recibes de tus hijos predilectos. Jesús mío, quiero seguirte en todo, y unido a ti, quiero hacer un recorrido por todas las almas que te recibirán en la Eucaristía, quiero entrar en sus corazones, y poniendo mis manos j unto con las tuyas, ¡ah Jesús!, con esas mismas lágrimas tuyas mezcladas en el agua con la que les lavaste los pies a tus apóstoles, lavemos a las almas que te recibirán, purifiquemos sus corazones, prendámosles fuego, sacudamos de ellas el polvo con el que se han ensuciado para que cuando te reciban puedas hallar en ellas tus complacencias en lugar de amarguras.
Afectuoso Bien mío, pero mientras con toda atención les estás lavando los pies a tus apóstoles, te miro y veo que otro dolor traspasa tu Corazón santísimo: los apóstoles representan para ti a todos los futuros hijos de la Iglesia; cada uno de ellos representaba la serie de cada uno de los males que iban a existir en la Iglesia, y por lo tanto, la serie de cada uno de tus dolores: en uno las debilidades, en otro los engaños o las hipocresías o el amor desmedido a los intereses..., en San Pedro, el faltar a los buenos propósitos y todas las ofensas de los jefes de la Iglesia, en San Juan las ofensas de los que te son más fieles, en Judas a todos los apóstatas junto con toda la serie de los graves males cometidos por éstos.
Tu Corazón está sofocado por tanto dolor y por tu amor, tanto, que no pudiendo contenerte, te detienes a los pies de cada apóstol y lloras amargamente, oras y reparas por cada una de estas ofensas y pides para todos el remedio oportuno.
Jesús mío, también yo me uno a ti: hago mías tus oraciones, tus reparaciones y los remedios oportunos que has solicitado para cada alma. Quiero mezclar mis lágrimas con las tuyas para que nunca estés solo, sino que siempre me tengas contigo para dividir tus penas.
Pero mientras sigues lavando los pies de tus apóstoles, dulce Amor mío, veo que ya estás a los pies de Judas. Puedo oír tu respiro como sofocado... y veo que no solamente estás llorando, sino que sollozas, y que mientras estás lavando esos pies, los besas, te los estrechas al Corazón, y no pudiendo emitir palabra alguna porque el llanto te sofoca, lo miras con tus ojos hinchados por las lágrimas, y con el Corazón le dices:
« ¡Hijito mío, ah, te lo suplico con la voz de mis lágrimas, no te vayas al infierno! ¡Dame tu alma; postrado a tus pies te la pido! Dime, ¿qué es lo que quieres?, ¿qué es lo que pretendes? Te daré todo con tal de que no te pierdas. ¡Ah, evítame este dolor, a mí, tu Dios! ».
Y vuelves a estrechar sus pies a tu Corazón... Pero viendo la dureza de Judas, tu Corazón se ve en aprietos, tu amor te sofoca y estás a punto de desfallecer.
Corazón mío, Vida mía, déjame que te sostenga entre mis brazos. Me doy cuenta de que estos son los inventos de tu amor que usas con los pecadores obstinados... ¡Ah, Corazón mío!, mientras te compadezco y reparo por las ofensas que recibes de las almas que se obstinan en no querer convertirse, te suplico que recorramos juntos la tierra y en donde haya pecadores obstinados, démosle a cada uno tus lágrimas para enternecerlos, tus besos y tus abrazos de amor para encadenarlos a ti, de manera que ya no puedan huir de ti, y así te consueles por el dolor que te causó la perdición de Judas. La Institución de la Santísima Eucaristía
Jesús mío, gozo y delicia mía, veo que tu amor corre, vuela. Con el Corazón lleno de dolor te levantas, y como que corres al altar en donde está preparado el pan y el vino para la consagración. Corazón mío, veo que tomas un aspecto totalmente nuevo y jamás visto; tu divina persona toma un aspecto tierno, amoroso, afectuoso; tus ojos resplandecen de luz más que si fueran soles, tu rostro encendido brilla, tus labios sonríen y arden de amor, y tus manos creadoras se disponen a crear. Amor mío, estás totalmente transformado; parece como si la divinidad se desbordara de tu humanidad. Corazón mío y Vida mía, Jesús, este nuevo aspecto tuyo jamás visto llama la atención de todos los apóstoles que subyugados por tan dulce encanto no se atreven ni siquiera a respirar. Tu dulce Madre corre en espíritu a los pies del altar, para contemplar los prodigios de tu amor. Los ángeles bajan del cielo y se preguntan unos a otros:
« ¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¡Es una verdadera locura, un exceso inaudito! Un Dios que crea, no el cielo o la tierra, sino a sí mismo, ¿y dónde? Dentro de la materia vilísima de poco pan y poco vino ».
Y mientras que todos están a tu alrededor, ¡oh Amor insaciable!, veo que tomas el pan entre tus manos, se lo ofreces al Padre y oigo tu dulcísima voz que dice:
« Padre Santo, te doy gracias porque siempre escuchas a tu Hijo. Padre mío, concurre conmigo. Tú un día me enviaste del cielo a la tierra para que me encarnara en el seno de mi Madre y viniera a salvar a nuestros hijos; ahora permíteme que me encarne en cada hostia para poder continuar su salvación y ser vida de cada uno de mis hijos... ¡Mira, oh Padre!, me quedan pocas horas de vida, ¿quién tendrá corazón para dejar a mis hijos huérfanos y solos? Sus enemigos son muchos: las tinieblas, las pasiones, las debilidades a las que están sujetos... ¿Quién podrá ayudarlos? ¡Ah, te lo suplico, déjame que me quede en cada hostia para ser vida de cada uno de ellos! Para poner en fuga a sus enemigos y ser para ellos luz, fuerza y ayuda en todo. De lo contrario, ¿a dónde irán?, ¿quién los ayudará? Nuestras obras son eternas, mi amor es irresistible, no puedo ni quiero dejar a mis hijos ».
Y el Padre, al oír la voz tierna y afectuosa de su Hijo, se enternece, desciende del cielo y se encuentra ya sobre el altar junto con el Espíritu Santo para concurrir con su Hijo. Y Jesús, con voz fuerte y conmovedora, pronuncia las palabras de la consagración, y sin dejarse a sí mismo, se crea a sí mismo en ese pan y en ese vino... Y después te das en la Comunión a tus apóstoles y creo que nuestra querida Madre Celestial no se quedó sin recibirte. ¡Ah, Jesús, los cielos se inclinan reverentes y todos te hacen un acto de adoración en este nuevo estado tuyo de profundo anonadamiento!
Pero mientras tu amor queda complacido y satisfecho, ¡oh dulce Jesús!, no teniendo ya nada más que hacer, veo, ¡oh Bien mío!, que sobre el altar, entre tus manos, se encuentran todas las hostias consagradas que se perpetuarán hasta el fin de los siglos, y en cada hostia veo que está desplegada toda tu dolorosa pasión, pues las criaturas, a los excesos de tu amor, preparan excesos de ingratitudes y de enormes delitos. Y yo, Corazón de mi corazón, quiero estar siempre junto contigo en cada sagrario, en todos los copones y en cada hostia consagrada que llegará a tener existencia hasta el final del mundo, para poder ofrecerte mis actos de reparación conforme a las ofensas que recibes.
Por eso, Corazón mío, me pongo junto a ti y beso tu frente majestuosa. Pero al besarte siento en mis labios el dolor de las espinas que coronan tu cabeza, porque en esta hostia santa, ¡oh Jesús mío!, no es que te evitan ser coronado de espinas como en la pasión. Veo que las criaturas vienen ante tu presencia sacramental, y en vez de ofrecerte el homenaje de sus pensamientos, te ofrecen sus malos pensamientos, y tú bajas de nuevo la cabeza como en la pasión, para recibir las espinas de los malos pensamientos que las criaturas tienen ante tu presencia sacramental. ¡Oh Amor mío!, también yo contigo bajo la cabeza para compartir tus penas, y pongo todos mis pensamientos en tu mente para sacarte estas espinas que te causan tanto dolor, y quiero que cada uno de mis pensamientos fluya en cada uno de los tuyos para hacerte un acto de reparación por cada pensamiento malo de las criaturas y endulzar así tus pensamientos afligidos.
Jesús, Bien mío, beso tus hermosos ojos. En esta hostia santa, con esos ojos tuyos llenos de amor, estás en espera de todos aquellos que vienen a tu presencia para mirarlos con tus miradas de amor y así ser correspondido con el amor de sus miradas amorosas. Pero, ¡cuántos vienen ante ti, y en lugar de verte y buscarte a ti, se ponen a ver cosas que los distraen de ti quitándote el gusto de intercambiar tus miradas con las suyas y tú lloras! Por eso, al besarte, siento que mis labios se mojan con tus lágrimas. ¡Ah, Jesús mío, no llores!, quiero poner mis ojos en los tuyos para compartir tus penas y llorar junto contigo y hacer una reparación por todas las miradas distraídas, ofreciéndote mis miradas teniéndolas siempre fijas en ti.
Jesús, Amor mío, beso tus santísimos oídos. Con mucha atención quieres escuchar lo que las criaturas quieren de ti para consolarlas, y sin embargo, ellas hacen llegar a tus oídos oraciones mal hechas, llenas de aprensiones y sin verdadera confianza; oraciones hechas, en su mayoría, por rutina y sin vida; y tus oídos en esta hostia santa se sienten molestados más todavía que durante tu pasión. ¡Oh Jesús mío!, quiero tomar todas las armonías del cielo y ponerlas en tus oídos para repararte por esas molestias; quiero poner mis oídos en los tuyos, no sólo para compartir estas molestias, sino para estar siempre atento a lo que quieres, a lo que sufres, y ofrecerte inmediatamente mi reparación y consolarte.
Jesús, Vida mía, beso tu santísimo rostro y veo que está todo ensangrentado, pálido e hinchado. ¡Ah!, las criaturas vienen ante tu presencia en esta hostia santa y con sus posturas indecentes y las malas conversaciones que hacen ante ti, en vez de honrarte, te dan bofetadas y te escupen, y tú, como en la pasión, lleno de paz y con tanta paciencia, lo recibes y lo soportas todo... ¡Oh Jesús mío!, no solamente quiero poner mi rostro junto al tuyo para acariciarte y besarte cuando te den de bofetadas y limpiarte los salivazos cuando te escupan, sino que quiero ponerlo en tu mismo rostro, para compartir contigo estas penas; más aún, quiero hacer de mi ser tantos diminutos pedacitos, para ponerlos ante ti como estatuas arrodilladas incesantemente y repararte tantos deshonores que recibes en tu presencia sacramental.
Jesús mío, beso tu dulcísima boca, ¡ah!, veo que al entrar en el corazón de las criaturas, el primer sitio en el que te apoyas es sobre la lengua. ¡Qué amargura sientes al hallar tantas lenguas mordaces, impuras y endulzarte y repararte cualquier ofensa que recibas.
Fatigado Bien mío, beso tu santísimo cuello y veo que estás cansado, agotado y del todo ocupado en tu quehacer de amor. Dime, ¿qué haces?
Y Jesús: « Hijo mío, trabajo desde la mañana hasta la noche formando continuas cadenas de amor, para que cuando las almas vengan a mí, encuentren ya preparada mi cadena de amor que las encadenará a mi Corazón. Pero, ¿sabes qué es lo que me hacen? Muchos toman a mal mis cadenas y se liberan de ellas por la fuerza y las rompen, y puesto que estas cadenas están atadas a mi Corazón, yo me siento torturado y deliro; y mientras hacen pedazos mis cadenas, haciendo que todo el trabajo que hago en este sacramento fracase, ellos en cambio buscan las cadenas de las criaturas incluso ante mi presencia, sirviéndose de mí para lograr su intento. Todo esto me causa tanto dolor que me sube la fiebre violentamente al grado que me hace desfallecer y delirar ».
¡Cuánto te compadezco, oh Jesús! Tu amor se siente extremadamente agobiado, ¡ah!, para consolarte por tu trabajo y para hacer una reparación cuando rompen tus cadenas de amor, te suplico que encadenes mi corazón con todas esas cadenas, para poder ofrecerte por todos mi correspondencia de amor.
Jesús mío, Arquero Divino, beso tu pecho; es tanto y tan grande el fuego que contiene, que para darle un poco de desahogo a sus llamas que se elevan demasiado alto, tú, queriendo descansar un poco de tu trabajo, quieres también ponerte a jugar en el sacramento. Y tu juego es hacer flechas, dardos y saetas, para que cuando las criaturas vengan a ti, tú te pongas a jugar con ellas, haciendo salir de tu pecho tus flechas para enamorarlas, y cuando las reciben te pones de fiesta y tu juego está hecho; pero muchos, ¡oh Jesús!, las rechazan, correspondiéndote con flechas de frialdad, dardos de tibieza y saetas de ingratitud, y tú quedas tan afligido que lloras porque las criaturas hacen que tu juego de amor fracase. ¡Oh Jesús, aquí está mi pecho dispuesto a recibir no solamente las flechas destinadas para mí, sino también las que los demás rechazan, de modo que tus juegos ya no volverán a fracasar, y para corresponderte quiero repararte por todas las frialdades, las tibiezas y las ingratitudes que recibes!
¡Oh Jesús!, beso tu mano izquierda y quiero reparar por el uso del tacto ilícito y no santo hecho en tu presencia y te ruego que con esta mano me tengas siempre abrazado a tu Corazón.
¡Oh Jesús!, beso tu mano derecha, queriendo reparar por todos los sacrilegios, en modo particular por las Santas Misas mal celebradas. ¡Amor mío, cuántas veces te ves forzado a bajar del cielo a las manos del sacerdote, que en virtud de la potestad que le has dado te llama, y al venir encuentras sus manos llenas de fango y de inmundicia, y aunque tú sientes la nausea de estar en esas manos, tu amor te obliga a permanecer en ellas...! Es más, en ciertos sacerdotes es peor, porque encuentras en ellos a los sacerdotes de tu pasión, que con sus enormes delitos y sacrilegios renuevan el deicidio. Jesús mío, es espantoso el sólo pensar que una vez más, como en la pasión, te encuentras en esas manos indignas como un manso corderito aguardando de nuevo tu muerte. ¡Ah Jesús, cuánto sufres! ¡Cómo quisieras una mano amante que te liberara de esas manos sanguinarias! Te suplico que cuando te encuentres en esas manos hagas que yo también me encuentre presente para hacerte una reparación. Quiero cubrirte con la pureza de los ángeles, quiero perfumarte con tus virtudes para contrarrestar la pestilencia de esas manos y ofrecerte mi corazón para que encuentres ayuda y refugio, y mientras estés en mí yo te pediré por los sacerdotes para que sean dignos ministros tuyos, y por lo tanto para que no vuelvan a poner en peligro tu vida sacramental.
¡Oh Jesús!, beso tu pie izquierdo y quiero reparar por quienes te reciben por pura rutina y sin las debidas disposiciones.
¡Oh Jesús!, beso tu pie derecho y te reparo por quienes te reciben para ultrajarte. Cuando se atrevan a hacerlo, te suplico que repitas el milagro que hiciste cuando Longinos te atravesó el Corazón con la lanza, que al flujo de aquella sangre que brotó, al tocarle los ojos lo convertiste y lo sanaste; así también, que cuando se acerquen a comulgar, apenas los toques sacramentalmente, conviertas sus ofensas en amor.
¡Oh Jesús!, beso tu Santísimo Corazón, el cual es el centro en el que confluyen todas las ofensas, y quiero repararte por todo y por todos correspondiéndote con mi amor, y estando siempre unido a ti quiero compartir tus penas. ¡Ah, te suplico, Celestial Arquero de amor, que si se me escapa ofrecerte mis reparaciones por alguna ofensa, me tomes prisionero en tu Corazón y en tu Voluntad, para que no se me pueda escapar nada! Le pediré a nuestra dulce Madre que me mantenga alerta y junto con ella repararemos por todo y por todos; juntos te besaremos y te defenderemos alejando de ti todas las oleadas de amarguras que por desgracia recibes de parte de las criaturas.
¡Ah Jesús!, recuerda que yo también soy un pobre encarcelado, aunque es cierto que tu cárcel es más estrecha, cual lo es el breve espacio de una hostia; por eso, enciérrame en tu Corazón y con las cadenas de tu amor , quiero que no solamente me encadenes, sino que ates uno por uno mis pensamientos, mis afectos, mis deseos; inmovilízame las manos y los pies encadenándolos a tu Corazón, para no tener más manos ni pies que los tuyos. De manera que mi cárcel ha de ser tu Corazón; mis cadenas, el amor; las rejas que absolutamente me impedirán salir, tu Voluntad Santísima y sus llamas, mi alimento, mi respiro, mi todo; así que ya no volveré a ver otra cosa que llamas, ni volveré a tocar más que fuego, el cual me dará vida y muerte, tal como tú la sufres en la hostia y así te daré mi vida. Y mientras yo me quedaré prisionero en ti, tú quedarás libre en mí. ¿No ha sido ésta tu intención al haberte encarcelado en la hostia, el ser desencarcelado por las almas que te reciben, recibiendo tú la vida en ellas? Por eso, como muestra de tu amor, bendíceme y dame un beso, y yo te abrazo y me quedo en ti.
¡Oh mi dulce Corazón!, veo que después de haber instituido el Santísimo Sacramento y de haber visto la enorme ingratitud y las ofensas de las criaturas ante los excesos de tu amor, a pesar de que quedas herido y amargado, no retrocedes, al contrario, quisieras ahogarlo todo en Te veo, oh Jesús, que te das a ti mismo a tus apóstoles en la Comunión, y después les dices que lo que tú has hecho ellos también lo deben hacer, dándoles así la potestad de consagrar; de éste modo los ordenas sacerdotes e instituyes otros sacramentos. De manera que piensas en todo y reparas por todo: por las predicaciones mal hechas, por los sacramentos administrados y recibidos sin las debidas disposiciones y que por lo tanto quedan sin producir sus efectos, por las vocaciones equivocadas de los sacerdotes, sea por parte de ellos que por parte de quienes los ordenan sin haber usado todos los medios para conocer las verdaderas vocaciones. ¡Ah, Jesús, no se te olvida nada y yo quiero seguirte y repararte por todas estas ofensas!
Y así, después de haber hecho todo, te encaminas hacia el huerto de Getsemaní en compañía de tus apóstoles, para dar inicio a tu dolorosa pasión. Yo te seguiré en todo para hacerte fiel compañía.
Reflexiones y prácticas
Jesús está escondido en la hostia para darle la vida a todos y en su ocultamiento abraza todos los siglos y da luz a todos. Así también nosotros, escondiéndonos en él, con nuestras reparaciones y oraciones daremos luz y vida a todos, incluso a los mismos herejes e infieles, porque Jesús no excluye a nadie.
¿Qué hacer mientras nos escondemos? Para hacernos semejantes a Jesucristo debemos esconder todo en él, es decir, pensamientos, miradas, palabras, latidos, afectos, deseos, pasos y obras, y hasta nuestras oraciones debemos esconderlas en las de Jesús. Y así como nuestro amante Jesús en la Eucaristía abraza todos los siglos, también nosotros los abrazaremos; abrazados a él seremos el pensamiento de cada mente, la palabra de cada lengua, el deseo de cada corazón, el paso de cada pie, el obrar de cada brazo.
Haciendo esto apartaremos del Corazón de Jesús el mal que las criaturas quisieran hacerle, tratando de sustituir todo el mal con el bien que podremos hacer, de modo que incitemos a Jesús a darles a todas las almas salvación, santidad y amor. Nuestra vida, para corresponder a la vida de Jesús, debe estar totalmente uniformada a la suya. El alma, con la intención, debe hallarse en todos los tabernáculos del mundo, para hacerle compañía a Jesús constantemente y ofrecerle alivio y reparación incesante y así, con esta intención, debemos hacer todas nuestras acciones del día.
El primer tabernáculo somos nosotros, nuestro corazón; por eso es necesario que estemos muy atentos a todo lo que el buen Jesús quiera hacer en nosotros. Muchas veces, Jesús, estando en nuestro corazón, nos hace sentir la necesidad de la oración. Es él mismo que quiere orar y que quiere que estemos con él, casi fundiéndonos en él, con nuestra voz, con nuestros afectos, con todo nuestro corazón, para hacer que nuestra oración sea una sola con la suya. Así, para honrar la oración de Jesús, estaremos muy atentos en prestarle todo nuestro ser, de manera que pueda elevar al cielo su oración por medio de nosotros para hablar con su Padre y para renovar en el mundo los efectos de su misma oración.
También es necesario que estemos atentos a cada movimiento de nuestro interior, porque Jesús a veces nos hace sufrir, otras veces quiere que oremos o nos hace sentir un cierto estado de ánimo y luego otro diferente, todo para poder repetir en nosotros su misma vida.
Supongamos que Jesús nos ponga la ocasión de ejercitarnos en la paciencia: él recibe tales y tantas ofensas de parte de las criaturas, que se siente obligado a echar mano de los flagelos divinos para castigar a las criaturas, y es entonces cuando nos da la ocasión de ejercitar la paciencia, de manera que nosotros debemos honrarlo soportando todo en paz tal como lo soporta Jesús, y así nuestra paciencia le arrebatará de la mano los flagelos que las demás criaturas atraen sobre sí mismas, porque en nosotros él ejercitará su misma paciencia divina. Y como con la paciencia, así también con las demás virtudes. Jesús amante, en el Sacramento de la Eucaristía, ejercita todas las virtudes y nosotros obtendremos de él la fortaleza, la mansedumbre, la paciencia, la tolerancia, la humildad, la obediencia, etc.
Nuestro buen Jesús nos da su propia carne como alimento y nosotros como alimento le daremos amor, le daremos nuestra voluntad, nuestros deseos, nuestros pensamientos y nuestros afectos; así competiremos en amor con Jesús. No dejaremos entrar nada en nosotros sino solamente a él, de manera que todo lo que hagamos debe servir para alimentar a nuestro amado Jesús. Nuestro pensamiento debe alimentar el pensamiento divino, es decir, pensando que Jesús está escondido en nosotros y que quiere como alimento nuestros pensamientos; de modo que pensando santamente, alimentaremos el pensamiento divino. La palabra, los latidos del corazón, los afectos, los deseos, los pasos que damos, las obras que hacemos, todo debe servir para alimentar a Jesús y debemos poner la intención de alimentar en Jesús a todas las criaturas.
« ¡Oh dulce Amor mío!, tú en esta hora transubstanciaste el pan y el vino en ti mismo; ¡Ah, haz oh Jesús, que todo lo que yo diga y haga, sea una continua consagración tuya en mí y en las almas! ».
« Dulce Vida mía, cuando vengas a mí, haz que cada uno de los latidos de mi corazón, cada deseo, cada afecto, cada pensamiento y cada palabra, pueda sentir la potencia de la consagración sacramental, de manera que, consagrado todo mi ser, se transforme en hostia viva para darte a las almas ».
« ¡Oh Jesús, dulce Amor mío!, haz que yo sea tu pequeña hostia para que como hostia viva pueda encerrarte totalmente en mí ».