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La Coronación de espinas de Jesús « Ecce Homo! »

Jesús es condenado a Muerte
¡Jesús mío, Amor infinito, más te miro y más comprendo cuánto sufres! Te encuentras de tal forma lacerado que no queda parte sana en ti. Los verdugos, volviéndose todavía más feroces, al ver que tú, en medio de tantas penas, los miras con tanto amor que tu mirada llena de amor forma un dulce encanto, casi como si hablara rogando y suplicando más y más penas, aunque son inhumanos, de todos modos se sienten forzados por tu amor a ponerte de pie; pero tú, no pudiendo mantenerte parado, caes de nuevo en tu sangre, y ellos, irritados, a patadas y a empujones te hacen llegar al sitio en donde te coronarán de espinas.

Amor mío, si tú no me sostienes con tu mirada de amor, yo no podré seguir viéndote sufrir; siento ya un escalofrío que me llega hasta los huesos, mi corazón salta, me siento morir... ¡Jesús, Jesús, ayúdame!
Y mi amable Jesús me dice: « Ánimo, hijo mío, no vayas a perderte nada de lo que he sufrido; pon atención a mis enseñanzas. Yo debo rehacer al hombre en todo; la culpa le ha quitado su corona y lo ha coronado de oprobios y de confusión, de modo que no puede comparecer ante mi majestad. La culpa lo ha deshonrado, haciéndole perder cualquier derecho a los honores y a la gloria, es por eso que quiero ser coronado de espinas, para volver a ponerle al hombre sobre la frente su corona, y para devolverle todos los derechos a toda clase de honor y gloria. Y mis espinas serán ante mi Padre reparaciones y voces de disculpa por tantos pecados de pensamiento, especialmente de soberbia, y serán también voces de luz para cada mente creada con las que les suplicaré que no me ofendan. Por eso, únete a mí, ora y repara junto conmigo ».

Coronado Jesús mío, tus crueles enemigos hacen que te sientes, te echan encima un trapo viejo de púrpura, toman la corona de espinas, y con furia infernal te la ponen sobre tu adorable cabeza; y con un palo, a base de golpes, hacen que las espinas penetren sobre tu frente y parte de ellas se te clavan hasta en los ojos, en los oídos, en el cráneo y hasta por detrás de la nuca.

Amor mío, ¡qué penas tan desgarradoras e indescriptibles! ¡Cuántas muertes tan crueles sufres! Tu sangre corre sobre tu rostro, de manera que ya no se ve más que sangre; pero bajo esas espinas y esa sangre se puede ver todavía tu rostro santísimo, radiante de dulzura, de paz y de amor. Y los verdugos, queriendo concluir la tragedia, te vendan los ojos, te ponen en la mano una caña como si fuera un cetro y dan inicio a sus burlas. Te saludan cual Rey de los judíos, te golpean la corona, te dan bofetadas y dicen: « Adivina, ¿quién te ha golpeado? ».

Y tú callas y respondes reparando las ambiciones de quienes aspiran a los reinos, a las dignidades, a los honores, y por quienes ocupando estos puestos, no comportándose debidamente, forman la ruina de los pueblos y de las almas confiadas a ellos y que, por sus malos ejemplos, incitan al mal y a que las almas se pierdan.

Y con esa caña que tienes en la mano, tú reparas por tantas obras buenas, vacías de espíritu interior o incluso hechas con malas intenciones. Con los insultos y esa venda, reparas por quienes ponen en ridículo las cosas más santas, desacreditándolas y profanándolas; reparas también por quienes se vendan la vista de la inteligencia para no ver la luz de la verdad.

Y con la venda ruegas por nosotros para que nos quitemos las vendas de las pasiones, de las riquezas y de los placeres.
Jesús, Rey mío, tus enemigos te siguen insultando; tu sangre chorrea tanto de tu santísima cabeza que llegándote hasta la boca te impide hacerme oír claramente tu dulcísima voz, por lo que no puedo hacer lo que tú estás haciendo; por eso me arrojo a tus brazos y quiero sostener tu cabeza traspasada y adolorida y poner la mía debajo de tus espinas, para sentir sus punzadas.

Pero mientras estoy diciendo esto, Jesús me llama con su mirada de amor y yo corro, me abrazo a su Corazón y trato de sostener su cabeza. ¡Oh, qué gusto da estar con Jesús, aún en medio de mil tormentos!

Y él me dice: « Hijo mío, estas espinas proclaman que quiero ser constituido Rey de cada corazón; a mí me corresponde todo dominio; y tú, toma estas espinas y atraviesa con ellas tu corazón y haz que salga de él todo lo que a mí no me pertenece; deja dentro de tu corazón una espina, como señal de que yo soy tu Rey y para impedir que ninguna otra cosa entre en ti; luego recorre todos los corazones de las criaturas y traspasándolos con mis espinas haz que salgan de ellos todos los humos de soberbia, la podredumbre que tienen, y constitúyeme Rey de todos ».

Amor mío, el corazón se me oprime cuando te dejo. Por eso te suplico: que ensordezcas mis oídos con tus espinas, para que ya no pueda oír alguna otra voz que no sea la tuya; que cubras con tus espinas mis ojos, para tener ojos solamente para mirarte a ti; que me llenes con tus espinas la boca, para que mi lengua permanezca muda a todo lo que pueda ofenderte y se encuentre libre para alabarte y bendecirte en todo.

¡Oh Jesús, Rey mío!, rodéame de espinas y que estas espinas me cuiden, me defiendan y me tengan abismado totalmente en ti.
Y ahora quiero limpiarte la sangre y besarte, pues veo que tus enemigos te conducen ante Pilato, quien te condenará a muerte. Amor mío, ayúdame a seguir tu doloroso camino y bendíceme.

Jesús de nuevo ante Pilato
Coronado Jesús mío, mi pobre corazón, herido por tu amor y traspasado por tus penas, no puede vivir sin ti y por eso te busco y te encuentro nuevamente ante Pilato.

Pero, ¡qué espectáculo tan conmovedor! ¡Los cielos quedan horrorizados y el infierno tiembla de espanto y de rabia! Vida de mi corazón, yo no puedo seguir viéndote sin que me sienta morir. Mas la fuerza de tu amor me obliga a mirarte, para hacer que comprenda bien tus penas; así que, entre lágrimas y suspiros, te contemplo.

Jesús mío, te encuentras desnudo y en vez de llevar ropa, estás vestido de sangre; todo tu cuerpo está destrozado, tus huesos han quedado al descubierto, tu rostro santísimo está irreconocible, las espinas clavadas en tu cabeza te llegan hasta los ojos; y por todo tu rostro, yo ya no veo más que sangre que corriendo por el suelo forma un arroyo bajo tus pies.

¡Oh Jesús mío, ya no te reconozco! ¡A qué estado te han reducido! ¡Has llegado a los excesos más profundos de las humillaciones y de los dolores! ¡Ah, no puedo soportar seguir viéndote en ese estado tan doloroso! ¡Me siento morir! Quisiera arrebatarte de la presencia de Pilato, para encerrarte en mi corazón y darte descanso; quisiera sanar tus llagas con mi amor; quisiera inundar el mundo entero con tu sangre para encerrar en ella a todas las almas y conducirlas a ti como conquista de tus penas.

Y tú, paciente Jesús mío, a duras penas, parece que me miras a través de las espinas y me dices: « Hijo mío, ven a mis brazos atados, apoya tu cabeza sobre mi Corazón y sentirás dolores todavía más intensos y amargos, porque todo lo que ves por fuera de mi humanidad, no es sino lo que rebosa de todo lo que estoy sufriendo en mi interior. Pon atención a los latidos de mi Corazón y sentirás que reparo las injusticias de los que mandan, la opresión de los pobres, de los inocentes pospuestos a los malhechores, la soberbia de quienes para conservar sus dignidades, cargos o riquezas, no titubean en transgredir cualquier ley y hacerle mal al prójimo, cerrando los ojos a la luz de la verdad. Con estas espinas quiero hacer pedazos el espíritu de soberbia de sus señorías y, con los agujeros que hacen en mi cabeza, quiero abrirme camino en sus mentes, para reordenar en ellas todas las cosas a la luz de la verdad. Y estando así humillado ante este juez injusto, quiero hacerles comprender a todos que solamente la virtud es la que constituye al hombre rey de sí mismo, y les enseño a los que mandan que sólo la virtud, unida al recto saber, es la única digna y capaz de regir y gobernar a los demás, mientras que todas las demás dignidades, sin la virtud, son cosas peligrosas y deplorables ».

« Hijo mío, haz eco a mis reparaciones y sigue poniendo atención a todas mis penas ».

Amor mío, veo que Pilato, viéndote reducido a tal extremo se estremece, y sumamente impresionado exclama: « ¿Cómo puede ser posible tanta crueldad en el corazón del hombre? ¡Ah, no era esta mi intención al condenarlo a la flagelación! ».

Y queriendo liberarte de las manos de tus enemigos, para poder hallar razones más convincentes, casi arrepentido y apartando la mirada de ti, no pudiendo seguir soportando el verte en ese estado tan doloroso, vuelve a preguntarte: « Pero dime, ¿qué has hecho? Tu gente te ha entregado en mis manos. Dime, ¿tú eres Rey? ¿Cuál es tu Reino? ».

A la tempestad de preguntas que te hace Pilato, tú, ¡oh Jesús mío!, no respondes, y metido en ti mismo piensas en salvar mi pobre alma a costa de tantas penas.

Y Pilato, viendo que no le respondes, añade: « ¿No te das cuenta de que está en mi poder ponerte en libertad o condenarte? ».

Pero tú, Amor mío, queriendo hacer que resplandezca en Pilato la luz de la verdad, respondes: « No tendrías ningún poder sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto; pero quienes me han entregado en tus manos han cometido un pecado aún más grave que el tuyo ».

« Ecce Homo ». Jesús es condenado a muerte.
Entonces, Pilato, casi movido por la dulzura de tu voz, indeciso y con el corazón en tempestad, creyendo que el corazón de los judíos era más piadoso, se decide a mostrarte a ellos desde la terraza, esperando que se muevan a compasión al verte tan destrozado, para así poder ponerte en libertad.

Adolorido Jesús mío, mi corazón desfallece al verte seguir a Pilato. Caminas fatigosamente, encorvado bajo esa horrible corona de espinas, la sangre señala tus pasos y apenas sales, escuchas a la multitud alborotada que aguarda con ansiedad tu condena. Y Pilato, imponiendo silencio para obtener la atención de todos y así poder ser escuchado, con visible repugnancia, toma los dos extremos de la púrpura que te cubre el pecho y los hombros, y la levanta para hacer que todos puedan ver en qué estado has quedado reducido, y dice en voz alta: « ¡Ecce Homo! ¡Mírenlo, ya no tiene aspecto de hombre! ¡Observen sus llagas: ya no se le reconoce! Si ha hecho mal, ya ha sufrido bastante, mejor dicho, demasiado; yo ya estoy arrepentido de haberlo hecho sufrir tanto; por eso, pongámoslo en libertad ».

Jesús, Amor mío, déjame que te sostenga, pues veo que vacilas al no poder mantenerte de pie bajo el peso de tantas penas. ¡Ah, en este momento solemne se va a decidir tu suerte!

 Inmediatamente después de las palabras dichas por Pilato, se hace un profundo silencio en el cielo, en la tierra y en el infierno; y luego, como a una sola voz, oigo el grito de todos: « ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! ¡Lo queremos muerto a cualquier costo! ».

Vida mía, Jesús, veo que estás temblando. El grito de muerte, penetra hasta lo más profundo de tu Corazón, y en estas voces percibes la voz de tu amado Padre que dice: « ¡Hijo mío, te quiero muerto y muerto crucificado! ».

¡Ah!, oyes también a tu querida Madre, que, aunque llena de dolor y desolada, hace eco, a tu amado Padre: « ¡Hijo, te quiero muerto! ».

Los ángeles y los santos, como también el infierno, gritan todos a una voz: « ¡Crucifícalo, Crucifícalo! ».

De manera que no hay quien te quiera vivo. Y, ¡ay de mí! Lleno de vergüenza, de dolor y de asombro, también yo me veo forzado por una fuerza suprema a gritar: « ¡Crucifícalo! ».

Jesús mío, perdóname si yo también, miserable alma pecadora, te quiero muerto, pero te suplico que me hagas morir junto contigo.

Y entre tanto tú, destrozado Jesús mío, movido por mi dolor, parece que me dices: « Hijo mío, estréchate a mi Corazón y toma parte en mis penas y en mis reparaciones. El momento es solemne: se debe decidir entre mi muerte y la muerte de todas las criaturas. En este momento dos corrientes desembocan en mi Corazón: en una están todas las almas que si me quieren muerto, es porque quieren hallar en mí la vida y aceptando yo la muerte por ellas, son absueltas de la condenación eterna y las puertas del cielo se abren para recibirlas; en la otra corriente están las almas que me quieren muerto por odio y para confirmar su condena, por lo que mi Corazón queda destrozado y siente la muerte de cada una de ellas y hasta las mismas penas del infierno ». « Mi Corazón no soporta estos dolores tan amargos; siento la muerte en cada latido, en cada respiro, y me repito una y otra vez: ¿Por qué tanta sangre será derramada en vano? ¿Por qué mis penas serán inútiles para tantos? ».

« ¡Ah, hijo mío, sostenme que ya no puedo más! Toma parte en mis penas y que tu vida sea una continua ofrenda para salvar almas y para mitigar mis penas tan desgarradoras ».

Corazón mío, Jesús, tus penas son mías, por lo que quiero hacer eco a tus reparaciones.
Pero Pilato queda atónito y se apresura a decir: « ¡Cómo! ¿Debo crucificar a su Rey? ¡Yo no encuentro culpa alguna en él para condenarlo! ».

Y los judíos gritan, ensordeciendo el aire: « ¡No tenemos más rey que el César! ¡Quita, quita! ¡Crucifícalo, crucifícalo! ».

Y Pilato, ya no sabiendo qué hacer, por temor a ser destituido, hace que le traigan un recipiente con agua y lavándose las manos, dice: « Soy inocente de la sangre de este justo ».

Y te condena a muerte. Pero los judíos gritan: « ¡Su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos! ».

Y al verte condenado, se ponen de fiesta, aplauden, silban y gritan. Y mientras, tú, oh Jesús, reparas por quienes hallándose en el poder, por vano temor o por no perder su puesto, pisotean las leyes más sagradas, no teniendo cuidado alguno de la ruina de pueblos enteros, favoreciendo a los malvados y condenando a los inocentes. Reparas también, por quienes después de la culpa, incitan la cólera de Dios a castigarlos.

Pero mientras reparas esto, el Corazón te sangra por el dolor de ver a tu pueblo escogido fulminado por la maldición del cielo, que ellos mismos, con plena voluntad, han pedido sellándola con tu sangre. ¡Ah, el Corazón se te deshace! Déjame que lo sostenga entre mis manos haciendo mías tus reparaciones y tus penas. Pero el amor te empuja hasta el más alto grado y ya con impaciencia buscas la cruz.

Reflexiones y prácticas
Jesús, coronado de espinas, es tratado cual rey de burla y debe soportar insultos y penas inauditas; repara de manera especial los pecados de soberbia; y nosotros, ¿evitamos todo sentimiento de orgullo?

¿Atribuimos a Dios todo el bien que hacemos? ¿Nos sentimos inferiores a los demás? ¿Está siempre vacía nuestra mente de cualquier otro pensamiento para poder darle lugar a la gracia?

Muchas veces no le damos lugar a la gracia por tener nuestra mente llena de otros pensamientos; así que no estando nuestra mente llena de Dios, somos nosotros mismos la causa de que el demonio nos moleste, y casi que somos nosotros mismos quienes fomentamos las tentaciones. En cambio, cuando nuestra mente está llena de Dios, si el demonio quiere acercarse a nosotros, no encontrando lugar en dónde sugerirnos sus tentaciones, se aleja lleno de confusión, porque los pensamientos santos tienen tanta fuerza contra el demonio, que mientras él hace como que quiere acercarse al alma, dichos pensamientos son como espadas que lo hieren y lo alejan.

Por eso en vano nos lamentamos cuando el enemigo nos está molestando; es nuestra poca vigilancia la que incita al enemigo a atacarnos, pues está siempre espiando nuestra mente para poder encontrar pequeños vacíos y poder lanzar su ataque. Y entonces, en vez de darle alivio a Jesús con nuestros santos pensamientos y así quitarle las espinas de la cabeza, con suma ingratitud se las enterramos aún más haciéndole sentir dolores más amargos; y así la gracia queda frustrada y no puede desarrollar en nuestras mentes su trabajo dándonos santas inspiraciones.

Muchas veces es peor todavía: mientras sentimos el peso de las tentaciones, en vez de ofrecérselas a Jesús para consumarlas en el fuego de su amor, nos ponemos a pensar, nos entristecemos, hacemos cálculos sobre las mismas tentaciones, por lo que no solamente nuestra mente está ocupada en estos malos pensamientos, sino que también todo nuestro ser queda envuelto en ellos y entonces sí que casi se necesitaría un milagro de Jesús para desatarnos. Y Jesús, a través de esas espinas parece que nos mira y nos dice: « ¡Ah, hijo mío, eres tú mismo quien no quiere mantenerse unido a mí!, si tú te hubieras acercado de inmediato a mí, yo mismo te habría ayudado a liberarte de las molestias que el enemigo te ha puesto en la mente y no me habrías hecho anhelar tanto tu regreso a mí. Estuve buscando ayuda de tu parte para que me quitaras estas espinas tan dolorosas, pero he esperado en vano, porque tú te hallabas ocupado con el trabajo que el enemigo te había procurado. ¡Oh, cuánto menos serías tentado si te arrojaras de inmediato a mis brazos! El enemigo, teniendo miedo, no de ti sino de mí, te dejaría ».

« Jesús mío, que tus espinas sellen mis pensamientos en tu mente y le impidan al enemigo cualquier clase de tentación ».

Cuando Jesús se hace sentir en nuestra mente o en nuestro corazón, ¿correspondemos a sus inspiraciones o nos olvidamos de ellas? Jesús es tratado cual rey de burla y nosotros, ¿respetamos todas las cosas santas? ¿Hacemos uso de todo el respeto debido hacia ellas como si estuviéramos tocando a Jesús mismo?

« Coronado Jesús mío, hazme sentir tus espinas para que al sentirsus punzadas pueda comprender cuánto sufres y así te constituya Rey de todo mi ser ».
Jesús fue presentado para ser condenado a muerte por ese pueblo que él tanto había amado y beneficiado.

Nuestro amante Jesús, para darnos la vida, acepta morir por nosotros. ¿Estamos dispuestos a aceptar cualquier pena para que Jesús ya no sea ofendido y no sufra? Nuestros sufrimientos debemos aceptarlos para no hacer sufrir a Jesús; y puesto que su humanidad sufrió infinitamente, siendo que nosotros debemos continuar su vida sobre la tierra, debemos corresponder con nuestras penas a las penas de la humanidad de nuestro amado Jesús.

¿De qué manera compadecemos las penas que Jesús sufre al ver tantas almas arrancadas de su Corazón?
¿Hacemos nuestras sus penas para darle alivio en todo lo que sufre?
Los judíos lo quieren muerto para hacer que él muera como un infame y su nombre sea cancelado de la faz de la tierra. Y nosotros, ¿hacemos lo posible porque Jesús viva sobre la tierra? Con nuestros actos, con nuestros ejemplos, con nuestros pasos debemos dejar una huella divina en el mundo para hacer que Jesús sea conocido por todos y que su vida tenga un eco divino en nosotros que se oiga de un extremo al otro de la tierra. ¿Estamos dispuestos a dar nuestra vida para hacer que Jesús encuentre un alivio en nosotros por todas las ofensas que recibe, o más bien imitamos a los judíos, un pueblo tan favorecido por él, casi igual que nuestra pobre alma tan amada por Jesús, y gritamos como ellos « Crucifícalo »?

« Condenado Jesús mío, que tu condena sea también la mía que acepto por amor a ti; y para consolarte me fundiré continuamente en ti, para llevarte a todos los corazones de las criaturas, hacer que todos te conozcan y darles a todos tu vida ».