¡Qué preciosa señal de predestinación tienen los siervos de María! La Iglesia aplica a esta divina Madre, para consuelo de sus devotos, las palabras de la Sagrada Escritura: "En todos ellos busqué el reposo y moraré en la heredad del Señor" (Ecclo 24,11). Comenta el cardenal Hugo: "Bienaventurado aquel en quien descansa la Bienaventurada Virgen". María, por el amor que a todos profesa, busca que todos le tengan devoción. Muchos o no la reciben o no la conservan: Bienaventurado el que la recibe y la conserva. "Y moraré en la heredad del Señor". Es decir, añade el docto Paciuchelli, en los que son heredad del Señor. La devoción a la Santísima Virgen se da en los que son la heredad del Señor, o sea, en los que estarán en el cielo alabándola eternamente. Y sigue hablando María en el mismo libro: "El que me creó, descansó en mí tabernáculo; y me dijo: Habita en Jacob, y hereda en Israel, y pon tus raíces entre mis elegidos". Mi Creador se ha dignado venir a reposar en mi seno. El ha querido que yo habitase en el corazón de los elegidos, de quien fue figura Jacob, y que son la heredad de la Virgen, y ha dispuesto que en todos los predestinados estuviera enraizada la verdadera devoción hacia mí.
¡Cuántos que ahora son bienaventurados, no estarían en el cielo si la Virgen no los hubiera llevado allí! "Yo hice brillar en el cielo una luz indefectible". Comenta el cardenal Hugo atribuyendo estas palabras a María: "Yo hice resplandecer en el cielo tantas luminarias eternas cuantos son mis devotos". Y añade el mismo autor: "Muchos santos están en el cielo por su intecesión, que nunca allí hubieran llegado si no es por ella". Dice san Buenaventura que a todos los que confian en la protección de María, se les abrirán las puertas del cielo para recibirlos. Por lo que san Efrén llama a la devocion a María la entrada del paraíso. Y el devoto Blosio, hablando con la Virgen, le dice: "Señora, a ti te han entregado las llaves y los tesoros del reino bienaventurado". Por eso debemos rezarle continuamente con las palabras de san Ambrosio: "Abrenos, María, la puerta del paraíso, ya que tú conservas la llave", más aún, ya que tú eres la puerta como te llama la Iglesia: "Puerta del cielo".
Por eso, además, la excelsa Madre es llamada por la Iglesia estrella del mar: "Ave, maris stella". Porque así como los navegantes, dice santo Tomás, el Angélico, se orientan para llegar a puerto por medio de la estrella polar, así los cristianos se orientan para ir al paraíso por medio de María.
También, de modo semejante, la llama san Pedro Damiano "escala del cielo", porque, dice el santo, por medio de María, Dios ha descendido a la tierra para que por medio de ella los hombres merecieran subir de la tierra hacia el cielo. Y a tal fin, Señora, le dice san Atanasio, has sido colmada de gracia, para que fueras el camino real de nuestra salvación y la subida hacia la patria celestial. San Bernardo llama a la Virgen vehiculo que nos conduce al cielo. Y San Juan Geómetra la saluda así: "¡Salve, nobilísima carroza!", en la cual sus devotos son conducidos al paraíso. De ahí que exclame san Buenaventura: "¡Bienaventurados los que te conocen, Madre de Dios! Porque conocerte es el camino de la vida inmortal, y hablar de tus virtudes es la forma de llegar a la vida eterna".
Narran las crónicas franciscanas que fray León vio una escala roja, en lo alto de la cual estaba Jesucristo, y otra blanca al término de la cual estaba la Santa Madre. Y vio que algunos intentaban subir por la escala roja, subían algunos pedaños y rodaban abajo; volvían a intentarlo y volvían a caer. Se les exhortó a que intentaran subir por la escala blanca y, en efecto lo intentaron y subieron felizmente y con facilidad, porque la Virgen les ayudaba alargándoles la mano, y así llegaron seguros al paraíso. Pregunta san Dionisio Cartujano: "¿Quién se salvará? ¿Quién llegará a reinar en el cielo? Se salvan y reinan ciertamente en el cielo, responde él mismo, aquellos por los que esta Reina misericordiosa interponga sus plegarias". Esto lo afirma la misma Virgen María donde dice: "Por mi intercesión las almas reinan primero durante su vida en la tierra dominando sus pasiones, y después vienen a reinar eternamente en el cielo". Allí, dice san Agustín, todos son reyes: "Tantos reyes cuantos ciudadanos". María, en suma, dice Ricardo de San Lorenzo, es la soberana del paraíso, porque allí manda como quiere y allí introduce al que quiere. Por lo que, aplicándole las palabras sagradas: "En Jerusalén se halla mi poder" (Ecclo 24,11), añade: "Es decir, mandando lo que quiero e introduciendo en el cielo a los que quiero". Y siendo ella la Madre del Señor del paraíso, con razón dice Ruperto, es natural que ella sea la Señora del paraíso.
Esta divina Madre, con sus poderosas plegarias y ayudas, con toda facilidad nos conseguirá el paraíso, si no le ponemos obstaculo. Por lo cual, aquel que sirve a María y por el que intercede María, está tan seguro del paraíso como si ya estuviera en él. Servir a María, es ser de su corte, añade san Juan Damasceno, y es el honor más grande que podemos disfrutar; porque servir a María es ya reinar en el cielo, y vivir a sus órdenes es más que reinar. Por el contrario, los que no sirven a María no se salvarán; los que están privados de la ayuda de esta excelsa Madre, están abandonados del socorro de su Hijo y del de toda la corte celestial.
Sea por siempre alabada la bondad infinita de nuestro Dios, que ha dispuesto colocar en el cielo como nuestra abogada a María, para que ella, como madre del juez y madre de misericordia, con su intercesión absolutamente eficaz, trate el negocio de nuestra eterna salvación. El pensamiento es de san Bernardo: "Nuestra abogada nos precedió en la peregrinación, la cual, como madre del juez y madre de misericordia, tratará con súplicas eficaces el negocio de nuestra salvación". Y el monje Jacob, doctor entre los Padres Griegos, dice que Dios ha puesto a María como puente de salvación para que, permitiéndonos pasar sobre las olas del mundo, podamos llegar a la ribera feliz del paraíso. Por eso exclama san Buenaventura: "¡Oíd todos vosotros los que deseáis el paraíso: Servid y honrad a María y alcanzaréis con toda certeza, la vida eterna!"
Y no deben desconfiar de obtener el reino bienaventurado los que han merecido el infierno, si se dedican a servir con fidelidad a esta Reina. Cuántos pecadores, dice san Germán, han procurado encontrar a Dios por tu medio, oh María, y se han salvado. Reflexiona Ricardo de San Lorenzo, que dice san Juan que María está coronada de doce estrellas (Ap 12,1), mientras que en el Cantar de los Cantares se dice que la Virgen se halla entre los leones y leopardos: "Ven del Líbano, esposa mía; ven del Líbano, ven y serás coronada... desde las guaridas de leones, desde los montes de leopardos" (Ct 4,8). Esto ¿cómo se entiende? Responde Ricardo que estas fieras son los pecadores que, con la ayuda e intercesión de María se transforman en estrellas del paraíso, que van mejor como una corona de esta Reina de misericordia, que todas las estrellas del firmamento. La sierva del Señor sor Serafina de Capri, mientras rezaba a la Santísima Virgen un día de la novena de la Asunción, le pidió la conversión de mil pecadores; mas temiendo que su petición fuera excesiva, se le apareció la Virgen y le quitó ese vano temor diciéndole: "¿Por qué temes? ¿Es que no soy tan poderosa como para obtener de mi Hijo la salvación de mil pecadores? Mira como ya te lo he conseguido". Y la llevó en espíritu al paraíso, donde le mostró innumerables almas de pecadores que habían merecido el infierno, pero que por su intercesión se habían salvado y gozaban de la felicidad eterna.
Es verdad que mientras se vive en la tierra, nadie puede estar absolutamente seguro de su eterna salvación. A la pregunta de David a Dios: "Señor ¿quién habitará en tu santo monte?" (Sal 14,1), responde san Buenaventura: "Sigamos, pecadores, las huellas de María, y postrémonos a sus sagradas plantas. Y abracémonos a ella hasta lograr merecer que nos bendiga". Y es que su bendición nos asegura el paraíso. "Basta, Señora, dice san Anselmo, que quieras salvarnos y nos salvaremos". Afirma san Antonio que las almas protegidas por María, se salvan necesariamente.
Con razón predijo la Santísima Virgen, dice san Ildefonso, que todas las generaciones la llamarían bienaventurada (Lc 1,48), pues todos los elegidos obtienen la beatitud eterna por medio de María. Tu, oh Madre sublime, eres el principio, el medio y el fin de nuestra felicidad, dice san Metodio: Principio, porque María nos obtiene el perdón de los pecados; medio, porque nos obtiene la perseverancia en la gracia de Dios; y fin, porque ella finalmente, nos obtiene el paraíso. Por ti, sigue diciendo san Bernardo, se han abierto los cielos y se han vaciado los infiernos; por ti se ha restaurado el paraíso; por ti, en fin, se les ha dado la vida eterna a tantos que habían merecido la muerte eterna.
Debe anirmarnos a esperar con toda seguridad el paraíso, la hermosa promesa que hace la misma Virgen María a los que la honran y de modo especial a los que con la palabra y el ejemplo procuran darla a conocer y hacerla honrar de los demás. "Los que se guían por mí, no pecarán; los que me esclarecen, tendrán la vida eterna" (Ecclo 24,30-31). ¡Felices, dice san Buenaventura, los que conquistan el favor de María! Estos serán ya desde ahora, reconocidos por los bienaventurados como sus compañeros; y el que lleva el emblema de siervo de María, está ya registrado en el libro de la vida. ¿De qué sirve el inquietarse con las sentencias de las Escuelas sobre si la predestinación a la gloria es anterior o posterior a la previsión de los méritos? ¿Sobre si estamos o no inscritos en el libro de la vida? Si somos verdaderos siervos de María y contamos con su protección, de verdad que somos de los inscritos; porque, como dice san Juan Damasceno, Dios no concede la devoción a su Santísima Madre, sino a los que quiere salvar. Esto es lo que Dios mismo reveló por medio de san Juan: "Al vencedor le pondré de columna en el santuario de mi Dios, y ya no saldrá jamás fuera; y grabaré en él el nombre de mi Dios y el de la Ciudad de mi Dios" (Ap 3,12). ¿Quién es esta ciudad de Dios sino María, como explica san Gregorio, recordando el texto de David: "Gloriosas cosas se han dicho de ti, ciudad de Dios" (Sal 86,3)? Bien podemos decir con san Pablo: "Marcados con este sello, el Señor conoce a los que son suyos" (2Tm 2,19). Quien lleva esta señal, la de ser devoto de María, es reconocido por Dios como suyo. Por lo que escribe Pelbarto que la devoción a la Madre de Dios es señal ciertísima de que se ha de conseguir la eterna salvación. Y el B. Alano, hablando del Ave María, dice que quien con frecuencia honra a la Virgen con el saludo del Angel, tiene un indicio muy grande de que se ha de salvar. Con más razón lo dice del rezo diario del santo Rosario: "Si saludas con perseverancia a la Santísima Virgen con el santo Rosario, tienes con ello un indicio sumamente grande de que vas a conseguir la eterna salvación". Dice el P. Nieremberg en su libro del Amor y Afición a María, que los devotos de la Madre de Dios, no sólo son los más favorecidos y privilegiados por ella, sino que, también en el cielo serán mucho más ensalzados. Y añade que en el cielo tendrán alguna señal más particular y muy distinguida por la cual serán reconocidos como íntimos de la Virgen y de su cortejo especial, conforme al dicho de los Proverbios: "Todos los de su casa visten doble vestido" (Pr 31,21).
Santa María Magdalena de Pazzi vio en medio del mar una nave en que iban todos los devotos de María, y ella, como seguro piloto la conducía en derechura al puerto. Con lo cual entendió la santa que, quienes viven bajo la protección de María, aún en medio de todos los peligros de la vida, se libran del naufragio del pecado y de la condenación, porque son guiados por ella al puerto del paraíso.
Entremos en esta nave, cobijados bajo el manto de María, y estemos así seguros de alcanzar el reino bienaventurado como le canta la Iglesia: "En ti moran todos los bienaventurados, Santa Madre de Dios". Todos los que han de participar de los gozos eternos habitan en ti, viviendo bajo tu protección