Y después, ¿qué sucedió? Que ese hijo, por envidia, fue acusado por sus enemigos; y el juez, aunque conocía y confesó él mismo su inocencia, únicamente por no enfurecer a sus enemigos lo condenó a la muerte más infame, la misma que le habían pedido a gritos. Y aquella pobre madre tuvo que sufrir el dolor de ver que le arrebataban contra toda justicia aquel hijo tan amante y tan amado en la flor de su vida con una muerte atroz, pues lo hicieron morir a fuerza de tormentos, desangrado a la vista de la plebe, en un patíbulo infame.
¿Qué podemos decir? ¿Es digno de lástima este suceso y el dolor de esta madre? Ya me entendéis de quién hablo. Este hijo tan cruelmente ejecutado fue Jesús, nuestro amorosísimo Redentor, y esta madre fue la Santísima Virgen María, quien por nuestro amor consintió verlo sacrificado a la divina justicia por la barbarie de los hombres. Este gran dolor de María ofrecido por nosotros, que le costó más que mil muertes, merece nuestra compasión y gratitud. Y si no podemos corresponder de otra manera a tanto amor, al menos detengámonos a considerar lo cruel de este dolor por el que María se convirtió en reina de los mártires, porque su martirio superó el dolor de todos los mártires, habiendo sido el suyo, primero, el martirio más prolongado, y segundo, el martirio más cruel.
PUNTO 1º
Así como Jesús es llamado rey de dolores y rey de los mártires porque en su vida padeció más que todos los demás mártires, así también María es llamada con toda propiedad reina de los mártires, habiendo merecido este honor por haber sufrido el martirio mayor que pueda sufrirse después del de su Hijo. Por lo cual, con razón, la llama Ricardo de San Lorenzo mártir de los mártires. A ella puede aplicarse lo que dice Isaías: “Te coronará con corona de tribulación” (Is 22, 18), es decir, que
la corona con que fue proclamada reina de los mártires fue su mismo sufrimiento,
mayor que el de todos los mártires juntos.
Que María sea reina de los mártires no puede ponerse en duda, como lo demuestran el Cartujano, Pelbarto, Catarino y otros, siendo sentencia común que para que haya martirio basta que se dé un dolor suficiente para causar la muerte, aunque de hecho no se llegue a morir. Así san Juan Evangelista es considerado mártir a pesar de que no murió en la caldera de aceite hirviendo y, en cambio, salió más juvenil de lo que entró, como dice el breviario romano. Para merecer la gloria
del martirio, dice santo Tomás, basta que uno se ofrezca a obedecer hasta la muerte. María fue mártir, dice san Bernardo, no por la espada del verdugo, sino por el acerbo dolor del corazón. Si su cuerpo no fue herido por la mano del verdugo, sin embargo su corazón se vio traspasado por la espada del dolor de la pasión de su Hijo, dolor suficiente para causarle no una, sino mil muertes. Y por eso veremos que María no sólo fue verdadera mártir, sino que su martirio superó al de todos los
demás al ser un martirio más prolongado, ya que toda su vida, por así decirlo, fue como un constante morir.
del martirio, dice santo Tomás, basta que uno se ofrezca a obedecer hasta la muerte. María fue mártir, dice san Bernardo, no por la espada del verdugo, sino por el acerbo dolor del corazón. Si su cuerpo no fue herido por la mano del verdugo, sin embargo su corazón se vio traspasado por la espada del dolor de la pasión de su Hijo, dolor suficiente para causarle no una, sino mil muertes. Y por eso veremos que María no sólo fue verdadera mártir, sino que su martirio superó al de todos los
demás al ser un martirio más prolongado, ya que toda su vida, por así decirlo, fue como un constante morir.
Como la pasión de Jesús comenzó con su nacimiento al decir de san Bernardo, así también María, del todo semejante a su Hijo, padeció su martirio durante toda su vida. Afirma san Alberto Magno que el nombre de María, entre otras cosas, significa “mar amargo”. Por eso se le aplica el pasaje de Jeremías: “Grande como el mar es tu quebranto” (Lm 2, 13). Sí, porque como el mar es amargo y
salado, así la vida de María estuvo llena de amargura a la vista de la pasión futura de su Hijo. Iluminada por el Espíritu Santo más que todos los profetas, comprendió mejor que todos ellos las predicciones referentes al Mesías que se contienen en las Sagradas Escrituras. Así se lo dijo el ángel a santa Brígida. Por lo que, como aseguró el mismo ángel, al comprender la Virgen cuánto debía padecer el Verbo encarnado por la salvación de los hombres, desde antes de ser hecha madre, al
compadecer a este Salvador inocente que debía ser ejecutado con muerte tan atroz por delitos que no eran suyos, comenzó a padecer dentro de sí cruel martirio.
2. María sufrió con intensidad progresiva
Semejante dolor no tuvo medida desde que fue hecha madre del Salvador. Al contemplar con dolor todos los tormentos que debía sufrir su pobre hijo, sufrió un largo y continuo martirio, como dice el abad Ruperto. Esto significó la visión que tuvo santa Brígida en Santa María la Mayor, cuando se le apareció la Virgen con el santo anciano Simeón y un ángel que portaba una gran espada ensangrentada, significando con ello el acerbo y prolongado dolor que traspasó a María durante toda
su vida. El abad Ruperto, antes nombrado, hace hablar así a María: Almas redimidas, queridas hijas mías, no os compadezcáis solamente por la hora en que vi morir a mi amado Jesús, pues la espada del dolor profetizada por Simeón me traspasó el alma durante toda la vida. Cuando amamantaba a mi hijo y mientras le daba calor entre mis brazos, ya pensaba en la amarga muerte que le esperaba;
considerad así cuán largo y áspero fue el dolor que tuve que sufrir.
Semejante dolor no tuvo medida desde que fue hecha madre del Salvador. Al contemplar con dolor todos los tormentos que debía sufrir su pobre hijo, sufrió un largo y continuo martirio, como dice el abad Ruperto. Esto significó la visión que tuvo santa Brígida en Santa María la Mayor, cuando se le apareció la Virgen con el santo anciano Simeón y un ángel que portaba una gran espada ensangrentada, significando con ello el acerbo y prolongado dolor que traspasó a María durante toda
su vida. El abad Ruperto, antes nombrado, hace hablar así a María: Almas redimidas, queridas hijas mías, no os compadezcáis solamente por la hora en que vi morir a mi amado Jesús, pues la espada del dolor profetizada por Simeón me traspasó el alma durante toda la vida. Cuando amamantaba a mi hijo y mientras le daba calor entre mis brazos, ya pensaba en la amarga muerte que le esperaba;
considerad así cuán largo y áspero fue el dolor que tuve que sufrir.
Por eso podía muy bien decir por boca de David: “Mi vida se consume en aflicción y en suspiros mis años” (Sal 30, 11); y: “Mi tormento son cesar ante mí” (Sal 37, 18). Mi vida pasó toda con dolor y lágrimas, pues sufría compadeciendo a mi amado Hijo por su pasión que no se apartaba jamás de mis ojos, contemplando siempre todas las penas y la muerte que un día había de sufrir.
El tiempo, de ordinario, mitiga el dolor a los que sufren. A María, conforme avanzaba el tiempo, más se le acrecentaba el sufrimiento, pues conforme iba creciendo Jesús, más hermoso y amable se mostraba, de una parte, y por otra, acercándose cada vez más el tiempo de su muerte cada vez más crecía en el corazón de María el dolor de tenerlo que perder en esta vida. Como crece la rosa
entre las espinas, dijo el ángel a santa Brígida, así la Madre de Dios pasaba los años entre tribulaciones; y como al crecer las rosas crecen las espinas, así María, esta rosa elegida del Señor, cuanto más crecía, tanto más le atormentaban las espinas de su dolor.
PUNTO 2º
María no sólo fue reina de los mártires porque su martirio fue el más prolongado de todos, sino también porque entre todos fue el mayor. ¿Quién puede medir la grandeza de su dolor? Jeremías parece que no encuentra a quién comparar esta madre dolorosa al contemplar su sufrimiento por la muerte de su hijo, y dice: “¿Con quién te compararé? ¿A quién te asemejaré, hija de Jerusalén?... Grande como el mar es tu tribulación. ¿Quién se compadecerá de ti?” (Lm 2, 13). El cardenal Hugo, comentando estas palabras, dice: Oh Virgen bendita, como la amargura del mar supera a todas las demás almas, así tu dolor supera todos los demás dolores.
Por eso san Anselmo asegura que si Dios, con un milagro muy especial, no hubiera conservado a María la vida, su dolor hubiera sido suficiente
para causarle la muerte en cualquier momento de su vida. San Bernardino de Siena llega a decir que el dolor de María fue tan grande, que si se repartiera entre todos los hombres bastaría para que todos ellos murieran de repente.Pero consideremos las razones por las que el martirio de María fue más
grande que el de todos los mártires. En primer lugar, se ha de considerar que los mártires han padecido su martirio en el cuerpo por medio de la espada o del fuego.
para causarle la muerte en cualquier momento de su vida. San Bernardino de Siena llega a decir que el dolor de María fue tan grande, que si se repartiera entre todos los hombres bastaría para que todos ellos murieran de repente.Pero consideremos las razones por las que el martirio de María fue más
grande que el de todos los mártires. En primer lugar, se ha de considerar que los mártires han padecido su martirio en el cuerpo por medio de la espada o del fuego.
María, en cambio, sufrió su martirio en el alma, como ya se lo predijo Simeón: “Y una espada de dolor atravesará tu alma” (Lc 2, 35). Como si el santo anciano le hubiera dicho: “Oh Virgen sacrosanta, los otros mártires verán lacerado su cuerpo con la espada, pero tú serás martirizada en el alma con la pasión de tu mismo Hijo”.
Y como el alma es más noble que el cuerpo, tanto más grande fue el dolor de María que el de todos los mártires. Así lo dijo Jesucristo a santa Catalina de Siena: No hay comparación entre el dolor del cuerpo y el del alma. El santo abad Arnoldo de Chartres dice que quien se hubiera encontrado en el Calvario contemplando el gran sacrificio del Cordero inmaculado cuando moría en la cruz, hubiera visto allí dos altares: uno en el del cuerpo de Jesús y el otro en el corazón de María, donde al
mismo tiempo que su Hijo sacrificaba su cuerpo con la muerte, María sacrificaba su alma con la compasión.
San Antonino dice que los otros mártires sacrificaron su propia vida, mientras que la Virgen María padeció sacrificando la vida de su Hijo, al que amaba más que a su propia vida. Así que no sólo padeció en el alma todo lo que su Hijo padecía en su cuerpo, sino que además causó mayor dolor a su corazón la vista de los sufrimientos de su Hijo que si ella los hubiera sufrido en sí misma.
Que María sufrió en su corazón todos los ultrajes que hicieron a su Jesús no hay quien lo dude. Todo el mundo sabe que las penas de los hijos lo son también de las madres cuando están ellas viéndolos padecer. San Agustín, considerando el tormento que padecía la madre de los macabeos al ver a su hijo padecer el suplicio, dice: Ella, viéndolos padecer, sufría lo de todos; porque a todos los amaba, sufría en su alma lo que ellos en el cuerpo. Lo mismo sucedió a María; los azotes, las espinas, los clavos y la cruz que afligieron la carne inocente de Jesús penetraron igualmente en el corazón de María para consumar su martirio. Escribe san Amadeo:
Él padeció en la carne; ella, en el corazón. De manera que, al decir de san Lorenzo Justiniano, el corazón de María fue como un espejo donde se reflejaban los dolores de su Hijo. En él se veían los salivazos, los golpes, las llagas y todo lo que sufría Jesús. Y considera san Buenaventura que aquellas llagas que estaban desparramadas por todo el cuerpo de Jesús estaban unidas en el corazón de María.
De este modo, la Virgen, por la compasión hacia su Hijo, fue flagelada, coronada de espinas, despreciada y clavada en la cruz en su corazón amante. El mismo santo, contemplando a María en el monte Calvario cuando asistía a su Hijo moribundo, se pregunta: Dime, Señora, ¿dónde estabas entonces? ¿Sólo cerca de la cruz? No, más bien diré que estabas crucificada en la misma cruz junto con tu ijo. Ricardo, comentando las palabras que el Redentor dice por Isaías: “Yo solo pisé el lagar; de mi pueblo no hubo nadie conmigo” (Is 63, 3), añade: Señor, tienes razón en decir que en la obra de la humana redención has estado solo en el padecer y que no hubo un hombre que se compadeciera bastante; pero tienes una mujer que es tu Madre santísima que sufrió en su corazón todo lo que tú sufriste en el cuerpo.
Pero todo esto no es ponderar bastante el dolor de María, pues, como dije, más padeció al ver los tormentos de su amado Jesús que si hubiera sufrido en sí misma todos los desprecios y la muerte del Hijo. Escribe san Erasmo que, eneralmente hablando, los padres sienten más los dolores de sus hijos que los suyos propios. Aunque eso no es siempre verdad, sí lo fue en María, siendo cierto que ella amaba al Hijo inmensamente más que a su propia vida, más que a sí misma y a mil vidas que tuviera. Atestigua san Amadeo que la afligida Madre, a la vista dolorosa de los tormentos de su amado Jesús, padeció mucho más que si ella isma hubiera padecido toda la pasión. María sufría más que si ella la sufriera; porque lo amaba sin comparación, más que a sí misma, y por eso sufría tanto.
La razón es clara, porque, como dice san Bernardo, el alma está más donde ama que donde anima o donde vive. Primero que todo lo dijo el mismo Salvador: “Donde está uestro tesoro, allí está vuestro corazón” (Lc 12, 37). Pues si María vivía por su amor más en el Hijo que dentro de sí misma, debió sufrir más por la muerte de su Hijo, que si le hubieran causado a ella la muerte más cruel del mundo.
Y ahora, otra reflexión, por la que vemos cómo el martirio de María fue superior al de todos los demás mártires: porque ella padeció muchísimo y padeció sin consuelo. Padecían los mártires en los tormentos que les proporcionaban los tiranos, pero el amor a Jesús tornaba sus dolores dulces y amables. Padecía un san Vicente su martirio atormentado en el potro, desgarrado con uñas de hierro,
abrasado con planchas al rojo vivo, pero ¿qué? Dice san Agustín: uno parecía que hablaba y otro el que sufría. Le increpaba con tanta fortaleza al tirano y con tal desprecio de los tormentos, que parecían ser distintos el Vicente que padecía y el Vicente que hablaba, tanto le confortaba Dios con la dulzura de su amor en medio de aquellas torturas.
Padecía san Bonifacio cuando era lacerado su cuerpo con uñas de hierro y le introducían astillas entre las uñas y la carne, y le echaban plomo derretido, mientras que él no se cansaba de repetir: ¡Gracias, Señor mío Jesucristo, gracias!
Eran atormentados san Marcos y san Marceliano atados a un poste y clavados los pies, y cuando el tirano les decía: Miserables, apostatad y libraos de los tormentos, ellos le respondían: ¿De qué torturas nos hablas? ¿De qué tormentos? Nunca hemos estado más alegres que ahora en que padecemos con gusto por amor de Jesucristo. Padecía san Lorenzo, y mientras estaba en la parrilla, como dice san León, más poderosa era la llama interior del amor para consolarlo en el alma, qua
las brasas para atormentar su cuerpo; el amor le hacía tan fuerte que llegaba hasta increpar al tirano diciéndole: Tirano, si quieres comer mi carne ya tienes una parte asada, dame la vuelta y come. Pero ¿cómo podía bromear de esa manera en medio de tales torturas y sufriendo aquella prolongada agonía? Es que –responde san Agustín–, embriagado con el vino del divino amor, no sentía ni los tormentos ni la muerte.
De modo que los mártires, cuanto más amaban a Jesús, tanto menos sentían los tormentos ni la muerte, y la contemplación de los sufrimientos de un Dios crucificado, era suficiente para consolarlos. Pero nuestra Madre dolorosa ¿acaso tenía consuelo con el amor de su Hijo y a la vista de sus sufrimientos? Ciertamente que no, porque el mismo Hijo que padecía era la causa de todo su dolor, y el amor que le tenía era el único y el más cruel verdugo; es que el martirio de María consistió en ver y compadecer al inocente y amado Hijo que sufría sin medida.
Por lo que cuanto más lo amaba, tanto más su dolor era amargo y sin consuelo. “Grande como el mar es tu quebranto. ¿Quién se apiadará de ti?” Reina del cielo, a los demás mártires, el amor les ha mitigado las penas y sanado las heridas, pero a ti ¿quién te ha suavizado tu gran aflicción? ¿Quién ha restañado las heridas tan dolorosas de tu corazón? ¿Quién se compadecerá de ti si ese mismo
Hijo que podía consolarte, es con sus tormentos la única razón de tu padecer y el amor que le tienes es el que te causa todo ese martirio? Los demás mártires –como observa Díez– se representan con los instrumentos de su martirio; san Pablo con la espada, san Andrés con la cruz, san Lorenzo con la parrilla, pero María se representa con su Hijo muerto en su regazo, porque Jesús fue el único instrumento de su martirio por razón del amor que le tenía. San Bernardo condensa así todo lo
dicho en pocas palabras: En los demás mártires la grandeza del amor alivió el dolor de los tormentos; en María, cuanto más amó, mayor fue el sufrimiento y más cruel su martirio.
Es cierto que cuanto más se ama una cosa, más se siente perderla. Más se siente la muerte de un hermano que la de un irracional, y más la muerte de un hijo que la de un amigo. Para comprender cuánto fue el dolor de María en la muerte de su Hijo –dice Cornelio Alápide– sería necesario comprender cuánto era el amor que le tenía. Pero ¿quién puede medir semejante amor? Dice san Amadeo que en el corazón de María estaban juntas dos formas de amor a su Jesús; el amor
sobrenatural con que lo amaba como a su Dios, y el amor natural con que lo amaba a su Hijo. Y de estos dos amores se formó uno solo tan inmenso que Guillermo de París llega a decir que la Santísima Virgen amó a Jesús cuanto es capaz de amar la criatura humana. Por lo que dice Ricardo de San Lorenzo, igual que no hay amor como su amor, así no hay dolor como su dolor. Y si inmenso fue el amor hacia su Hijo, inmenso también tuvo que ser el dolor de perderlo con la muerte.
Donde hay supremo amor –dice san Alberto Magno– allí hay supremo dolor. Imaginémonos a la Madre de Dios, a la vista de su Hijo moribundo en la cruz, que aplicándose las palabras de Jeremías, nos dice: “Oh vosotros todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Jr 1, 12).
Vosotros los que pasáis por el camino de la vida y no tenéis compasión de mí, deteneos un momento y contempladme ahora que veo morir a este mi amado Hijo, y después considerad si, entre todos los afligidos y atormentados, hay alguno con un dolor semejante al mío. No puede encontrarse, oh Madre dolorosa –responde san Buenaventura– un dolor más amargo que el tuyo, porque no puede encontrarse un Hijo más querido que el tuyo. Jamás hubo en el mundo –dice Ricardo de San
Lorenzo– un hijo más amable que Jesús, ni madre más amante de un hijo, que María. Si no ha existido en el mundo un amor semejante al de María ¿cómo se podrá encontrar un dolor semejante al de María?
Vosotros los que pasáis por el camino de la vida y no tenéis compasión de mí, deteneos un momento y contempladme ahora que veo morir a este mi amado Hijo, y después considerad si, entre todos los afligidos y atormentados, hay alguno con un dolor semejante al mío. No puede encontrarse, oh Madre dolorosa –responde san Buenaventura– un dolor más amargo que el tuyo, porque no puede encontrarse un Hijo más querido que el tuyo. Jamás hubo en el mundo –dice Ricardo de San
Lorenzo– un hijo más amable que Jesús, ni madre más amante de un hijo, que María. Si no ha existido en el mundo un amor semejante al de María ¿cómo se podrá encontrar un dolor semejante al de María?
Por eso san Ildefonso no dudó en afirmar que era poco decir que los dolores de la Virgen superaron a todos los dolores de todos los mártires juntos. Y san Anselmo añade que los suplicios más crueles de todos los mártires, fueron ligeros en comparación con los dolores del martirio de María. Y también san Basilio escribe que así como el sol aventaja en esplendor a todos los astros, así María con sus sufrimientos, superó a los de todos los mártires. Un docto autor expresa un bello
sentimiento. Y dice que fue tan grande el dolor que sufrió esta tierna Madre en la pasión de Jesús, que sólo ella fue capaz de compadecer dignamente la muerte de un Dios hecho hombre.
San Buenaventura, dirigiéndose a esta Virgen bendita, le pregunta: Señora ¿por qué quisiste ir a sacrificarte en el Calvario? ¿No bastaba para redimirnos un Dios crucificado sino que también había de ser crucificada también su Madre?
Bastaba la muerte de Jesús para salvar al mundo; pero quiso esta buena Madre, por el amor que nos tiene, con los méritos de sus dolores que ofreció por nosotros en el Calvario, ayudar ella también a la causa de nuestra salvación. Por eso dice san Alberto Magno que como nosotros tenemos que estar agradecidos a Jesús por su Pasión, sufrida por amor nuestro, así también debemos estar llenos de gratitud hacia María por el martirio que, al morir su Hijo quiso soportar por salvarnos. Y lo
quiso soportar espontáneamente, porque como reveló el ángel a santa Brígida, nuestra piadosa y benigna Madre, prefirió sufrir todos los martirios, antes de tolerar que las almas quedaran sin redimir y abandonadas a su antigua perdición.
Este era el único alivio de María en medio de su inmenso dolor por la Pasión de su Hijo, ver que con su muerte se lograba la redención del mundo perdido y quedaban reconciliados con Dios los hombres sus enemigos. Dice Simón de Casia: Gozaba en su dolor porque se ofrecía el sacrificio por la redención de todos, con lo que se aplacaba el ofendido.
Tan grande amor de María merece de nosotros absoluta gratitud. Y nuestro agradecimiento ha de consistir, al menos, en meditar y compadecer su dolor. De sto se dolió con santa Brígida, que muy pocos la compadecían y la mayor parte vivían sin pensar en ella. Por eso, hija mía –le dijo la Virgen– aunque muchos me olviden, tú sin embargo, no te olvides de mí; contempla mi dolor, compadécete cuanto puedas e imítame.
Cuánto agradece la Virgen el que se haga memoria de sus dolores, se ve por lo sucedido el año 1239 cuando se apareció a siete devotos suyos –que luego fueron los fundadores de la congregación de los Siervos de María– y les impuso un hábito negro diciéndoles que si querían complacerla, meditasen con frecuencia sus dolores, que por eso quería que en recuerdo de los mismos llevasen aquel vestido negro.
El mismo Jesús reveló a la beata Mónica de Binasco que él se complace mucho en ver que se siente compasión por su Madre, y así le habló: Hija, agradezco mucho las lágrimas que se derraman por mi pasión; pero amando con amor inmenso a mi Madre María, me es sumamente grata la meditación en los dolores que ella padeció en mi muerte.
Por eso son tan grandes las gracias prometidas por Jesús a los devotos de los dolores de María. Refiere Pelbarto haberse revelado a santa Isabel, que san Juan, después de la Asunción de la Virgen, ardía en deseos de verla; y obtuvo la gracia pues se le apareció su amada Madre y con ella Jesucristo. Oyó que María le pedía a su divino Hijo, gracias especiales para los devotos de sus dolores. Y Jesúsv le prometió estas gracias especiales:
1ª. Que el que invoque a la Madre de Dios recordando sus dolores, tendrá la gracia de hacer verdadera penitencia de todos sus pecados.
2ª. Que los consolará en sus tribulaciones, especialmente en la hora de lamuerte.
3ª. Que imprimirá en sus almas el recuerdo de su Pasión y en el cielo se lo premiará.
4ª. Que confiará esos devotos a María para que disponga de ellos según su agrado y les obtenga todas las gracias que desee.
En comprobación de todo lo dicho, veamos en el siguiente ejemplo, cuánto ayuda para la salvación eterna, la devoción a los dolores de María.
Conversión en la hora de la muerte
Se refiere en las Revelaciones de santa Brígida que había un caballero cuya liviandad y dañadas costumbres corrían parejas con la nobleza de su cuna. Por pacto expreso se había entregado en cuerpo y alma al demonio y por espacio se sesenta años había servido como vil esclavo a su infernal señor alejado de los sacramentos y con una vida rota y descompuesta.
Al fin el hombre cayó enfermo, y Jesucristo, queriendo usar de misericordia con él, dijo a santa Brígida, que mandara a su confesor a visitarlo y le exhortara a confesarse.
El confesor de la santa fue a ver al paciente, el cual le dijo que no tenía necesidad pues se había confesado muchas veces. Fue segunda vez el confesor, y segunda vez, el esclavo de satanás rehusó confesarse. De nuevo se apareció el Señor a santa Brígida pidiéndole que de nuevo fuera el sacerdote a visitar al anciano enfermo. Volvió a verlo por tercera vez y le dijo que había vuelto tantas veces en nombre de Jesucristo, porque así lo había pedido a su sierva Brígida para ser instrumento de sus misericordias.
Estas palabras enternecieron al pobre enfermo y rompió a llorar diciendo: “Pero ¿hay perdón para mí que durante sesenta años he sido esclavo de satanás y he manchado mi alma con innumerables pecados?” “Ten ánimo, hijo mío –le dijo el sacerdote– no dudes de alcanzar misericordia; basta que te arrepientas para que yo, en nombre de Jesucristo, te
perdone”. Abriendo el pecador su corazón a la confianza, dijo al confesor: “Padre, yo me tenía ya por condenado y estaba desesperado de mi salvación, pero ahora siento tan gran dolor de mis pecados que me da aliento para esperar de Dios el perdón. Ya que el Señor no me ha abandonado, quiero ahora mismo confesarme”.
perdone”. Abriendo el pecador su corazón a la confianza, dijo al confesor: “Padre, yo me tenía ya por condenado y estaba desesperado de mi salvación, pero ahora siento tan gran dolor de mis pecados que me da aliento para esperar de Dios el perdón. Ya que el Señor no me ha abandonado, quiero ahora mismo confesarme”.
Se confesó aquel día cuatro veces con gran dolor; al día siguiente recibió la Sagrada Comunión. No había pasado una semana cuando murió tranquilo y resignado. Poco después le reveló Jesucristo a santa Brígida que aquel hombre se había salvado, y que estaba en el purgatorio. Y le dijo más: que se había salvado merced a intercesión de su santísima Madre, porque, en medio de sus desórdenes y pecados, había conservado siempre la devoción a sus dolores, pues cada vez que pensaba
en ellos no podía dejar de compadecerse de ella.
Madre mía afligida,
reina de los mártires y de los dolores,
que tanto has llorado a tu Hijo,
muerto por mi salvación.
¿De qué me servirían tus lágrimas
si llegara a condenarme?
Por los méritos de tus dolores
alcánzame el dolor de mis pecados,
y verdadera enmienda de mi vida,
con una constante y tierna compasión
de la Pasión de Jesús
y de tus sufrimientos.
Si Jesús y tú, siendo inocentes,
tanto habéis sufrido por mí,
obtenedme que sepa sufrir por vuestro amor.
Señora mía, si te ofendí,
justo es que hieras mi corazón.
Y si fiel te he servido,
hiérelo también por especial favor.
Es injusto ver a mi Jesús herido
y a ti, que estás también con él, herida,
y yo, en cambio, encontrarme ileso.
Por la angustia que sentiste, Madre mía,
al contemplar a tu Hijo,
abrumado de penas, muriendo en la cruz,
te suplico me obtengas
la gracia de una buena muerte.
Abogada de los pecadores,
no dejes de asistirme
cuando, afligido y conturbado,
esté para pasar a la eternidad.
Os invoco ahora por si no tengo voz
para invocar el nombre de Jesús y el tuyo,
y pido a tu Hijo y a ti me socorráis
en el último instante, y ahora digo:
Jesús y María, mi esperanza,
a vosotros encomiendo el alma mía. Amén.