Discurso octavo ASUNCIÓN DE MARÍA (2º)




Parecería justo que la Iglesia, en este día de la Asunción de María en cuerpo y alma al cielo, nos invitara a llorar más que a la alegría, ya que nuestra dulce madre se va de esta tierra y nos deja privados de su amada presencia; como decía san Bernardo: “Parece que más que aplaudir debemos llorar”. Pero no, la santa Iglesia nos invita al júbilo: “Alegraos todos en el Señor al celebrar este día en honor de santa María Virgen”. Y con toda razón, porque si amamos a ésta nuestra madre, debemos congratularnos más de su gloria que de nuestro consuelo personal.

¿Qué hijo no se alegraría, aunque tuviera que separarse de su madre, si supiera que ésta va a tomar posesión de un reino? Hoy María va a ser coronada reina del cielo, ¿cómo no celebrar la fiesta si verdaderamente la amamos? Alegrémonos todos, alegrémonos”. Y para que más gocemos con su exaltación, consideremos: 1) Glorioso triunfo de María al entrar en el cielo. 2) Excelso es el trono al que fue sublimada en la gloria.

PUNTO 1º


1. María, recibida por Jesucristo
Después que Jesucristo nuestro Salvador hubo cumplido la obra de la redención con su muerte, anhelaban los ángeles tenerlos consigo en su patria del cielo, por lo que continuamente le rogaban con las palabras de David: “Levántate, Señor, ven a tu descanso, tú y el arca de la santificación” (Sal 131, 8).

Señor, ya que has redimido a los hombres, ven a tu reino con nosotros y trae contigo el arca viva de tu santificación que es tu santa Madre, arca santificada por ti al habitar en su seno. San Bernardino habla así: Que suba María tu Madre santísima, santificada por tu  concepción. Quiso el Señor complacer a los santos del cielo llamando a María al paraíso. Él quiso que el arca de la Alianza entrara con gran pompa en la ciudad de David: “David y toda la casa de Israel llevaban el arca del testamento del Señor con júbilo y entre clamor de trompetas” (1R 6, 14). 

Con cuánto mayor pompa y esplendor dispuso Dios que su Madre entrara en el paraíso. El profeta Elías fue llevado al cielo en un carro de fuego que, según los comentaristas no fue sino un grupo de ángeles que se lo llevaron de la tierra. Pero para conducir al cielo a María,  dice el abad Ruperto, no bastó un grupo de ángeles, sino que vino a acompañarla el
mismo rey del cielo con toda su corte celestial.

Del mismo sentir es san Bernardino de Siena al decir que Jesucristo, para hacer más honroso el triunfo de María, él mismo salió a su encuentro para acompañarla. Tanto es así, al decir de san Anselmo, que el Redentor quiso subir al cielo antes que María no sólo para prepararle el trono en el paraíso, sino también para hacer más gloriosa su entrada en el cielo al verse acompañada de él mismo y de todos los bienaventurados.

San Pedro Damián, contemplando el esplendor de la Asunción de María al cielo, dice que, en cierto modo, es más gloriosa que la Ascensión de Jesucristo, porque sólo los ángeles salieron al encuentro de Jesucristo, pero la Virgen fue asunta al cielo en compañía del Señor de la gloria y de toda la bienaventurada compañía de los ángeles y de los santos.

El abad Guérrico pone en labios del Verbo de Dios estas palabras: Yo, por dar gloria a mi Padre, bajé del cielo a la tierra; pero después, para glorificar a mi Madre santísima, subí de nuevo al cielo para poder así salir a su encuentro y acompañarla al paraíso.

Consideremos ya cómo viene el Salvador desde el cielo al encuentro de María y le dice para consolarla: “Levántate, apresúrate, amiga mía, paloma mía, y ven, que ya ha pasado el invierno” (Ct 2, 10). Ven, querida Madre mía, mi hermosa y pura paloma; deja este valle de lágrimas en que tanto has sufrido por amor mío: “Ven del Líbano, esposa mía; ven del Líbano y serás coronada” (Ct 4, 8). Ven en cuerpo y alma a disfrutar del premio de tu santa vida. Si mucho has sufrido en la tierra, sin comparación mayor es la gloria que te tengo preparada en el cielo. Ven a sentarte a mi lado, ven a recibir la corona que te daré como reina del universo.


2. María deja la tierra y entra en el cielo
Ya María deja la tierra, y al recordar la muchedumbre de gracias que en ella recibió, la mira con afecto y compasión al mismo tiempo, pues allí deja a tantos pobres hijos suyos entre tantas miserias y tantos peligros. He aquí que Jesús le tiende la mano y la Madre santísima se eleva de la tierra y traspasa las nubes y las esferas siderales. He aquí que llega a las puertas del cielo. Cuando los reyes van a tomar posesión de su reino no pasan bajo las puertas de la ciudad, sino que éstas se abajan para que pasen sobre ellas. Por eso, como los ángeles decían cuando Jesucristo entró en el cielo: “Puertas, levantad vuestros dinteles: alzaos, portones antiguos, para que entre el rey de la gloria” (Sal 23, 7), así también ahora, cuando va María a tomar posesión de su reino del cielo, los ángeles que le acompañan gritan a los que están dentro: Levantad, príncipes, las puertas y elevaos portones de la eternidad, que va a entrar la reina del cielo.

Ya entra María en la patria bienaventurada, y al verla tan hermosa y agraciada los espíritus bienaventurados, al decir de Orígenes, preguntan a una voz a los que vienen de fuera: “¿Quién es ésta que sube del desierto rebosando en delicias, apoyada en su amado?” (Ct 8, 5). ¿Quién es esta criatura tan hermosa que viene del desierto de la tierra, lugar de espinas y abrojos, pero ella tan pura y llena de virtudes apoyada en su amado Señor, que se digna él mismo acompañarla con tantos honores? ¿Quién es? Y responden los ángeles que la acompañan: Esta es la Madre de nuestro rey y nuestra reina, la bendita entre todas las mujeres, la llena de gracia, la santa entre los santos, la amada de Dios, la inmaculada, la paloma, la más bella de todas las criaturas. 

Y entonces todos los bienaventurados espíritus, a una voz, comienzan a enaltecerla y celebrarla mejor que los hebreos a Judit, exclamando: “Tú eres la gloria de Jerusalén, tú la alegría de Israel, tú la honra de nuestro pueblo” (Jdt 15, 10). Señora y reina nuestra, tú eres la gloria del paraíso, la  alegría de nuestra patria, tú eres el honor de todos nosotros; seas siempre bienaventurada, siempre bendita; he aquí nuestra reina; todos nosotros somos tus vasallos prontos a obedecerte.


3. María recibe la bienvenida de ángeles y santos
Luego vienen a saludarle y darle la bienvenida como a su reina todos los santos que estaban en el paraíso. Llegan las santas vírgenes: “Las doncellas que la ven la felicitan” (Ct 6, 9). Nosotras, le dicen, beatísima señora, somos reinas aquí; pero tú eres nuestra reina porque has sido la primera en darnos el gran ejemplo de consagrar a Dios nuestra virginidad; todas nosotras te bendecimos y agradecemos.

Vienen a saludarla como a su reina los mártires, porque con su constancia en los dolores de la pasión de su Hijo les había enseñado y conseguido con sus méritos la fortaleza para dar la vida por la fe. Llega el apóstol Santiago, que es el primero de los apóstoles que ya se encuentra en el cielo, a agradecerle de parte de todos los apóstoles la ayuda y fortaleza que les había otorgado en la tierra

Vienen los profetas a saludarla, y le dicen jubilosos: Señora, tú eres la anunciada en nuestros vaticinios. Llegan los santos patriarcas y la saludan con estas palabras: María, tú has sido nuestra esperanza por la que suspiramos durante tanto tiempo. 

Y con sumo afecto se acercan los primeros padres, Adán y Eva, y así le hablan: Amada hija, tú has reparado el daño que nosotros habíamos hecho a todos los humanos; tú has obtenido de nuevo para el mundo aquella bendición que nosotros perdimos por nuestra culpa; por ti nos hemos salvado: que seas bendita para siempre.

Viene a postrarse a sus plantas el santo Simeón y le recuerda con júbilo el día en que recibió de sus manos al niño Jesús. Llegan Zacarías e Isabel, quienes le agradecen de nuevo aquella visita que les hizo a su casa con tanto amor y humildad y por la cual recibieron inmensos tesoros de gracias. Y se presenta san Juan Bautista con el mayor afecto para agradecerle por haberlo santificado en el seno de su madre con sólo pronunciar su saludo.

¿Y qué decir cuando vienen a saludarla sus padres tan queridos, san Joaquín y santa Ana? Con qué ternura le bendicen, diciendo: Amada hija, qué fortuna la nuestra al haber tenido semejante hija. Ahora tú eres nuestra reina porque eres la Madre de nuestro Dios; como a tal reina te saludamos y honramos. 

Pero ¿quién puede comprender el afecto con que viene a saludarla su amado esposo José? ¿Quién podrá explicar la alegría que experimenta el santo patriarca al contemplar a su esposa santa en el cielo con semejante triunfo y constituida reina de todo el paraíso? Con qué ternura le dice: Señora y esposa mía, ¿cómo podré jamás agradecer como es debido a nuestro Dios por hacerme el esposo de la que es la Madre de Dios? Gracias a ti merecí en la tierra asistir al Verbo encarnado durante su infancia, haberlo tenido tantas veces en mis brazos y recibido tantas gracias especiales. 

He aquí a nuestro Jesús; consolémonos porque ahora ya no yace en un establo sobre la paja como, lo vimos nacido en Belén; ya no vive pobre ni despreciado en el taller, como vivió en tiempos con nosotros en Nazaret; ya no está clavado en un patíbulo infame, donde murió por la salvación del mundo en Jerusalén; sino que ahora está sentado a la diestra del Padre como rey y señor del cielo y de la tierra. Y ahora nosotros, reina mía, no nos separaremos de sus sagradas plantas, bendiciéndole y amándole para siempre.

Todos los ángeles se apresuraron a ir a saludarla, y ella, la excelsa reina, a todos les agradece su asistencia en la tierra; da las gracias especialmente al arcángel san Gabriel, que fue el afortunado embajador que le trajo el anuncio más venturoso, pues vino a decirle que era la elegida para Madre de Dios. Y la humilde y santa Virgen adora la divina Majestad y, abismada en el conocimiento de su pequeñez, le agradece todas las gracias que le había otorgado por sola bondad especialmente la de haberle hecho Madre del Verbo eterno. Comprenda quien sea capaz con qué amor la bendicen las tres personas divinas.

Comprendan la acogida que le hace el Padre eterno a su hija, el Hijo a su madre, el Espíritu Santo a su esposa. El Padre la corona haciéndola partícipe de su poder, el Hijo haciéndola compartir su sabiduría y el Espíritu Santo haciéndola partícipe de su amor. Y las tres divinas personas al mismo tiempo, colocando su trono a la diestra del de Jesús, la proclaman reina universal del cielo y de la tierra y ordenan a los ángeles y a todas las criaturas que la reconozcan por su soberana y la obedezcan.
Y ahora pasemos a considerar cuán excelso fue el trono a que María fue sublimada en la gloria.


PUNTO 2º


1. María en trono excelso
La mente humana, dice san Bernardo, no puede llegar a comprender la gloria inmensa que Dios tiene preparada en el cielo a los que lo han amado en la tierra, como lo dice el apóstol: Siendo esto así, ¿quién llegará a comprender lo que Dios tiene preparado para la que lo engendró? ¿Para su amada Madre que lo amó en la tierra más que todos los hombres; más aún: que desde el primer momento de su existencia lo amó más que todos los hombres y ángeles juntos? Con razón canta la Iglesia que habiendo María amado a Dios más que todos los ángeles, ha sido exaltada sobre todos los coros de los ángeles en los reinos celestiales. Sí, dice el abad Guillermo; exaltada sobre ellos, de modo que sobre ella sólo está colocado el Hijo de Dios.

Por eso afirma el doctor Gerson que, distinguiéndose los ángeles y los  hombres en tres jerarquías, como enseña el Angélico, María constituye en el cielo una jerarquía aparte, la más sublime de todas y la siguiente a Dios. Y como se distingue la señora de los siervos, dice san Agustín, incomparablemente mayor es la exaltación y mayor la gloria de María que la de los ángeles. Y para comprenderlo basta oír a David: “A tu diestra una reina con oro de Ofir” (Sal 44, 10); lo cual, referido a María, como dice san Atanasio, significa que María está colocada a la diestra de Dios.

Las acciones de María, comenta san Ildefonso, superan incomparablemente en merecimientos a las de todos los santos, por lo que es imposible comprender la gloria que mereció. Y siendo verdad que Dios remunera conforme a los merecimientos, como dice el apóstol, “dará a cada uno según sus obras”, ciertamente ahora dice santo Tomás, la Virgen, que superó en merecimientos a todos los santos y ángeles, debe ser ensalzada sobre todos los coros celestiales. En suma, añade san Bernardo, mídase la gracia del todo especial y singular que ella acumuló en la tierra, que en esa proporción será especial y singular su gloria en el cielo.



2. María recibe gloria perfecta
La gloria de María, afirma un docto autor, fue una gloria plena, cumplida, a diferencia de la que poseen en el cielo los demás santos. Es verdad que en la gloria todos los bienaventurados gozan de perfecta paz y pleno contento; con todo, siempre será verdad que ninguno de ellos goza de la gloria que hubiera podido merecer si hubiera servido y amado a Dios con mayor fidelidad. Por eso, si bien los santos en el cielo no desean más de lo que gozan, de hecho sí tendrían más que desear. Es verdad que allí no sufren por los pecados cometidos y el tiempo perdido, pero no puede negarse que da sumo contento el bien realizado en la vida, la  inocencia conservada y el tiempo bien aprovechado.

María en el cielo nada desea ni nada tiene que desear. Pregunta san Agustín: ¿Quién de entre los santos del paraíso, preguntado si cometió pecados, puede responder que no, fuera de María? María, en efecto, como lo ha declarado en santo Concilio de Trento (Ses. VI, canon 23), no cometió jamás ninguna culpa ni tuvo el más mínimo defecto. No sólo conservó siempre la gracia de Dios sin mancilla, sino que también siempre la tuvo en acción; todas sus obras eran meritorias. Todas sus palabras, pensamientos y respiraciones eran dirigidos a la mayor gloria de Dios; en suma, nunca se enfrió en el fervor ni por un momento dejó de correr hacia Dios, sin perder ninguna gracia por negligencia. Así es que siempre correspondió a la gracia con todas sus fuerzas y amó a Dios cuanto pudo. Ahora ella le dice en el cielo: Señor, si no te he amado cuanto mereces, al menos te he amado todo lo que he podido.

No todos los santos reciben las mismas gracias, porque, como dice san Pablo, “hay diversidad de dones del cielo” (1Co 12, 7). Así es que correspondiendo cada uno a las gracias recibidas, se ha destacado en determinadas virtudes, quién en la salvación de las almas, quién en las ásperas penitencias; éste en soportar los tormentos, aquél en la contemplación; que por eso la santa Iglesia, al celebrar sus fiestas, dice de cada uno de ellos: “No se encontró otro semejante a él”. Y conforme a los méritos, son distintos en la gloria del cielo. “Una estrella difiere de otra estrella en resplandor” (1Co 15, 41). Los apóstoles se distinguen de los mártires, los confesores de las vírgenes, los inocentes de los penitentes.

La Santísima Virgen, estando llena de todas las gracias, fue más sublime que todos los santos en aquella clase de virtudes; ella es apóstol de los apóstoles, reina de los mártires al padecer más que todos ellos, la portaestandarte de las vírgenes, el ejemplo de las casadas; concentró en sí una perfecta inocencia con la más completa mortificación; unió, en suma, en su corazón todas las virtudes en el grado más heroico que haya podido practicar cualquier santo. Por eso se dijo de ella: “A tu diestra una reina con el oro de Ofir” (Sal 44, 10), porque todas las gracias y prerrogativas, todos los méritos de los demás santos, todos se encuentran reunidos en María, como lo dice el abad de Celles: Todos los privilegios de los santos, oh Virgen María, los tienes concentrados en ti.


3. María supera en gloria a todos los santos
De forma tal que, como el esplendor del sol excede al de todas las estrellas juntas, así, dice san Basilio, la gloria de la Madre de Dios supera a la de todos los bienaventurados. Y añade san Pedro Damián que como la luz de las estrellas y la de la luna desaparecen como si no existieran al salir el sol, así ante la gloria de María en el cielo queda como velado y oscurecido el esplendor de los ángeles y de los hombres. Aseguran san Bernardo y san Bernardino de Siena que los bienaventurados participan de la gloria de Dios en parte, pero que la Santísima Virgen ha estado tan enriquecida que es imposible que una criatura pueda unirse más a Dios de lo que está María.

Esto concuerda con lo que dice san Alberto Magno: que nuestra reina contempla a Dios mucho más de cerca, sin comparación, que todos los demás  espíritus celestiales. Y dice además san Bernardino que así como los demás planetas son iluminados por el sol, así todos los bienaventurados reciben más luz y alegría por María. Y en otro pasaje afirma que la Madre de Dios, al entrar en el cielo, acrecentó el gozo de sus moradores. Por lo que dice san Pedro Damiano que los bienaventurados no tienen mayor gloria en el cielo después de Dios que gozar de la contemplación de esta hermosísima reina.

 Y san Buenaventura: Nuestra mayor gloria después de Dios y nuestro gozo supremo, de María nos viene. Regocijémonos por tanto con María por el excelso trono a que Dios la ha sublimado. Y alegrémonos también porque si se nos ha retirado la presencia sublime de nuestra Madre, su amor no nos ha desamparado. Al contrario, estando más cerca de Dios, conoce mejor nuestras miserias; desde allí mejor nos compadece y nos socorre. Le dice san Pedro Damián: ¿Será posible, Virgen santa, que por estar tan ensalzada en el cielo te hayas olvidado de nosotros tan miserables? Dios nos libre de pensar tal cosa; un corazón tan piadoso tiene que compadecerse de tan grandes miserias. Si es tan grande la piedad que nos tuvo María cuando vivía en la tierra, dice san Buenaventura, mucho mayor es en el cielo donde ahora reina.

Dediquémonos a servir a esta reina y a honrarla y amarla cuanto podamos; ella no es, dice Ricardo de San Lorenzo, como los demás reyes que oprimen a sus vasallos con tributos y alcabalas, sino que la nuestra enriquece a sus súbditos con gracias, méritos y premios. Roguémosle con el abad Guérrico: Oh madre de misericordia, tú ya estás sentada tan cerca de Dios, como reina del mundo, en el trono más majestuoso; sáciate de la gloria de tu Jesús y manda a tus hijos de tus bienes desbordantes. Ya gozas de la mesa del Señor; nosotros aquí, bajo la mesa, como pobres cachorritos, te pedimos piedad.


EJEMPLO
Aparición de María a un devoto suyo

Refiere el P. Silvano Razzi que un devoto clérigo, muy amante de nuestra reina María, habiendo oído alabar tanto su belleza, deseaba ardientemente contemplar, siquiera una vez, a su señora, y humildemente le pedía esta gracia. La piadosa Madre le mandó a decir por un ángel que quería complacerlo dejándose ver de él, pero haciendo el pacto de que en cuanto la viera se quedaría ciego. El devoto clérigo aceptó la condición. Un día, de pronto, se le apareció la Virgen; y él, para no quedar ciego del todo, quiso mirarla tan sólo con un ojo; pero enseguida, embriagado de la belleza de María, deseó contemplarla con los dos, mas antes de que lo hiciera desapareció la visión.

Sin la presencia de su reina estaba afligido y no cesaba de llorar, no por la vista perdida de un ojo, sino por no haberla contemplado con los dos. Por lo que la suplicaba que se le volviera a aparecer aunque se quedara ciego del todo. Y le decía: Feliz y contento perderé la vista, oh señora mía, por tan hermosa causa, pues quedaré más enamorado de ti y de tu hermosura. De nuevo quiso complacerle María y consolarlo con su presencia; pero como esta reina tan amable no es capaz de hacerle mal a nadie, al aparecerse la segunda vez no sólo no le quitó la vista del todo, sino que le devolvió la que le faltaba.


ORACIÓN PIDIENDO TODO DON POR MARÍA

Gloriosa y excelsa Señora,
postrados ante tu trono te veneramos
desde este valle de lágrimas.
Vemos complacidos la inmensa gloria
con que te ha enriquecido el Señor.
Ya que eres reina del cielo y de la tierra,
no te olvides de tus pobres siervos.

Cuanto más cerca estás del manantial de gracia,
más fácilmente nos la puedes otorgar.
Desde el cielo conoces mejor nuestras miserias,
por eso es preciso que te apiades más
y que nos socorras mejor.

Haz que seamos tus siervos fieles
para llegar a bendecirte en el cielo.
En este día en que has sido hecha
la reina del universo,
nosotros nos consagramos a tu servicio.

En medio de tanto júbilo
consuélanos al tomarnos por vasallos.
Tú eres de veras nuestra madre.
Madre piadosa y la más amable,
vemos tus altares cercados de gente:
unos te piden la curación de sus males
y otros remedios a sus necesidades;
éstos piden buenas cosechas,
aquellos ganar algún pleito.

Nosotros, te pedimos gracias
más agradables a tu corazón:
obtennos la gracia de ser humildes,
desprendidos de los bienes terrenos
y conformes con el divino querer.

Consíguenos el santo amor de Dios,
una buena muerte y el paraíso.
Señora, cámbianos de pecadores en santos,
haz de este milagro que te dará más gloria
que dar vista a mil ciegos
y resucitar a miles de muertos.

Eres tan poderosa para con Dios
que basta que le digas que eres su Madre,
la más amada, la llena de gracia.

Y entonces, ¿qué te podrá negar?
Reina nuestra amorosa,
no pretendemos verte en la tierra,
pero sí queremos verte en el paraíso;
y tú nos lo has de obtener.
Así lo esperamos con toda certeza. Amén.