Tercer dolor: El niño Jesús perdido en el templo

 

1. María sufre la pérdida de su Hijo
Escribe el apóstol Santiago que nuestra perfección consiste en la virtud de la paciencia: “La paciencia ha de ir acompañada de obras perfectas para que seáis perfectos e íntegros, sin que dejéis nada que desear” (St 1, 4). Pues bien, habiéndonos dado el Señor a la Virgen María como ejemplo de perfección, fue necesario que la colmase de sufrimientos para que así nosotros pudiéramos admirar e imitar su heroica paciencia. Entre los mayores sufrimientos que la Madre de Dios padeció en su vida estuvo el que ahora vamos a meditar, es decir, el de la pérdida de su Hijo en el templo.

Quien nació ciego poco siente no ver la luz del día; pero quien durante algún tiempo ha tenido vista y ha gozado de luz, siente más duramente su ceguera. De modo semejante, los infelices que cegados por el fango de esta tierra poco han conocido a Dios, poco pesar sienten por no encontrarlo; pero quien, al contrario, iluminado por luz del cielo ha sido hallado digno de encontrar con el amor la dulce presencia del sumo bien, cómo se duele cuando se siente privado de él. Veamos, pues, cuán dolorosa tuvo que ser para María, que estaba acostumbrada a gozar de la dulcísima presencia de su Jesús, esta tercera espada que la hirió cuando, habiéndolo perdido en Jerusalén, se vio por tres días privada de él.

Narra san Lucas en el capítulo II que acostumbrando la Virgen con san José su esposo y con Jesús visitar el templo por la solemnidad de la Pascua, fueron allí, según la costumbre, cuando el niño tenía doce años; pero habiéndose quedado Jesús en Jerusalén cuando ya se volvían, ella no se dio cuenta porque pensaba que iba con la comitiva. Por lo que al llegar la noche preguntó por el Hijo, y al no encontrarlo se volvió presurosa a Jerusalén en su busca. Y no lo encontró sino después de tres días.

Ahora consideremos qué afán tuvo que experimentar esta afligida madre durante aquellos tres días en los que anduvo por todas partes preguntando por su Hijo, como la esposa de los Cantares: “¿Acaso habéis visto al que ama mi alma?” (Ct 3, 3), sin que nadie le diera razón. María, con cuánta mayor ternura, cansada y fatigada sin haber encontrado a su amado, podía decir lo que Rubén de su hermano José: “El niño no aparece y, entonces, ¿a dónde iré yo?” (Gn 37, 30). Mi Jesús no aparece y yo no sé qué más hacer para encontrarlo, pero ¿a dónde voy sin mi tesoro?

Ella, llorando constantemente durante aquellos tres días, podía repetir con David: “Son mis lágrimas mi pan de día y de noche, mientras me dicen todo el día: ¿En dónde está tu Dios?” (Sal 4, 4). Con razón escribe Pelbarto que aquellas noches la afligida madre no durmió, llorando y suplicando a Dios que le hiciese encontrar a su Hijo. Y durante este tiempo, al decir de san Bernardo, se dirigía con frecuencia a su mismo Hijo con las palabras de la Esposa: “Indícame, amor de mi alma, dónde apacientas el rebaño, dónde lo llevas a sestear a mediodía, para que yo no ande como errante” (Ct 1, 7). Hijo, hazme conocer dónde estás para que no ande por más tiempo a la ventura buscándote en vano.


 
2. María padece la mayor amargura
Hay quien dice que este dolor de María está no sólo entre los mayores que sufrió, sino que fue el más grande y amargo de todos, y no sin alguna razón. Lo primero, porque en los otros dolores María tenía consigo a Jesús. Padeció con la profecía de Simeón en el templo y en la huida a Egipto, pero siempre con Jesús; mas en este dolor padeció lejos de Jesús, sin saber dónde estaba. “Me falta la luz misma de mis ojos” (Sal 37, 11). Así decía llorando: Ay, que la luz de mis ojos, mi amado Jesús, no está conmigo, vive alejado de mí y no sé dónde está.

Dice Orígenes que a causa del amor que esta santa madre tenía a su Hijo, padeció más con la pérdida de Jesús que cualquier mártir pudiera padecer con los dolores de su martirio: “Muchísimo sufrió porque lo amaba intensamente. Más sufrió por su pérdida que el dolor de cualquier mártir en su muerte”. ¡Qué largos los tres días para María! Le parecieron como tres siglos. Días amargos, sin que nadie pudiera consolarla. ¿Y quién podría consolarme, decía con Jeremías, si el único que puede consolarme está lejos de mí? Por eso no se cansan de llorar mis ojos. “Por eso lloro yo; mis ojos se van en agua porque está lejos de mí el consolador que reanime mi alma”. Y con Tobías repetía: “¿Qué gozo puede haber para mí que me siento en las tinieblas y no puedo ver la luz del cielo?”
 

3. María desconoce la causa de la ausencia de Jesús
La segunda razón es que en los demás dolores María entendía la razón y el fin de los mismos, es decir, la redención del mundo y el divino querer; pero en este caso no sabía el porqué de la ausencia de su Hijo. Dolíase la desconsolada madre al verse alejada de Jesús, a la vez que su humildad, dice Lanspergio, le hacía pensar que no era suficientemente digna de tenerlo a su lado para cuidarlo y poseer tan rico tesoro. ¿Pensaría que no le había servido como se merecía? ¿Habría cometido alguna negligencia por la cual la había abandonado? Lo buscaban, dice Orígenes, temerosos de que los hubiera dejado. Y cierto que no hay sufrimiento más grande para un alma que ama a Dios que el temor de haberlo disgustado.
 
Por eso María en ningún otro dolor se lamentó como en éste, quejándose amorosamente cuando lo encontró: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando” (Lc 2, 48). Con estas palabras María no quiso reprender a Jesús, como dijeron ofuscados algunos herejes, sino que quiso manifestarle el dolor que había sentido por su pérdida teniéndole el amor que le tenía. No era reproche, dice Dionisio Cartujano, sino queja de amor.

En suma, fue tan dolorosa esta espada de dolor para el corazón de la Virgen, que la beata Bienvenida, deseando un día y rogando a la santa madre, le concediera poder acompañarla en este dolor, María se le presentó con su Jesús en brazos; Bienvenida estaba gozando a la vista de aquel hermosísimo niño, pero de repente no lo vio más. Fue tanta la pena que sintió la beata, que recurrió a María pidiéndole, por piedad, que no la dejara morir de dolor. La Santísima Virgen se le apareció de nuevo después de tres días y le dijo: Has de saber, hija mía, que tu dolor no ha sido más que una pequeñísima porción del que yo sufrí al perder a mi Hijo.
 

4. María es ejemplo en la desolación al sufrir el silencio de Dios
Este dolor de María primeramente debe servir de consuelo a quienes están desolados y no gozan la dulce presencia de su Señor que en otro tiempo sintieron. Lloren, sí, pero con paz, como lloraba María la pérdida de su Hijo. Cobren ánimo y no teman haber perdido la divina gracia, escuchando lo que Dios dijo a santa Teresa: Ninguno se pierde sin saberlo; y ninguno es engañado si no quiere ser engañado. Si el Señor le retira la sensación de su presencia a quien le ama, no por eso se retira de su corazón. Se esconde para que se le busque con mayor deseo y amor más ardiente.
 
Pero el que quiera encontrar al Señor es necesario que lo busque, no entre las delicias y los placeres del mundo, sino entre las cruces y las mortificaciones, como lo buscó María. Escribe Orígenes: Aprende de María a buscar a Jesús.

Por lo demás, el único bien que debemos buscar es Jesús. Cuando Job perdió todo lo que poseía: hacienda, hijos, salud y honra, hasta llegar a tener que sentarse en un muladar, como tenía a Dios, a pesar de todo era feliz. Dice san Agustín hablando de él: Perdió lo que le había dado Dios, pero tenía a Dios. Son de veras infelices y desdichados quienes han perdido a Dios. Si María lloró durante tres días la pérdida de su Hijo, con cuánta más razón deben llorar los pecadores que han perdido la gracia de Dios y a los que el Señor les dice: “Vosotros no sois mi pueblo ni yo soy para vosotros vuestro Dios” (Os 1, 9).
 
Porque esto es lo que hace el pecado, separa al alma de Dios: “Vuestras culpas os separaron a vosotros de vuestro Dios y vuestros pecados le hicieron esconder su rostro” (Is 59, 2). Por lo cual, aunque uno sea muy rico, habiendo perdido a Dios, todo lo de la tierra no es más que humo y sufrimiento, como lo confesó Salomón: “Todo es vanidad y aflicción de espíritu” (Ecclo 1, 14). Pero la mayor desgracia de estos pobres ciegos, dice san Agustín, es que si pierden un buey salen en su seguimiento; si pierden una oveja no dejan de hacer ninguna diligencia para encontrarla; si pierden un jumento no descansan hasta que lo hallan. Pero pierden el sumo bien que es Dios, y comen y beben tan tranquilos.

EJEMPLO
El puñal que hiere al Señor

Se refiere en las Cartas anuales de la Compañía de Jesús que, en las Indias, un joven queriendo salir de casa para cometer una acción pecaminosa, oyó una voz que le decía: Detente, ¿a dónde vas? Se volvió y vio una estatua de la Virgen Dolorosa. Ella se sacó el puñal que tenía en el corazón y se lo alargó, diciendo: Toma este puñal y hiéreme a mí primero, pero no hieras a m i Hijo con semejante pecado. Al oír esto, el joven se postró en tierra, y del todo arrepentido y deshecho en llanto pidió al Señor y a la Virgen María el perdón de su pecado.
 

ORACIÓN PARA HALLAR A JESÚS
Virgen bendita, ¿por qué te afliges
buscando a tu Hijo perdido?
¿Es que ignoras dónde está?
¿No te acuerdas de que mora
dentro de tu corazón?
¿No sabes que se apacienta entre lirios?
Tú misma dices:
”Mi amado para mí y yo para él,
que se apacienta entre las azucenas” (Ct 2, 16).

Tus pensamientos y afectos,
tan humildes, puros y santos,
son los lirios que invitan
a habitar en ti al divino esposo.

¿Suspiras por Jesús, María,
porque sólo a él le amas?
Déjame a mí que suspire por él
y por tantos pecadores que no le aman
y que al ofenderle lo han perdido.

Madre mía amantísima,
haz que yo encuentre a tu Hijo.
Bien es verdad que él
se deja encontrar de quien lo busca.
”Bueno es el Señor
para el alma que lo busca” (Lm 3, 25).

Pero haz que yo le busque
como debo buscarlo.
Tú eres la puerta por donde todos
acabamos encontrando a Jesús;
por ti espero encontrarlo yo también.
 
Amén.


 

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