"El amigo verdadero lo es en todo momento, y el amigo se conoce en los trances apurados" (Pr 17,17).
Los verdaderos amigos se conocen no tanto en la prosperidad cuanto en los tiempos de angustia y miserias. Los amigos al estilo mundano duran mientras hay prosperidad; pero si tales amigos caen en cualquier desgracia, y sobre todo si sobreviene la muerte, al instante esa clase de amigos desaparecen.
No obra así María con sus devotos. En sus angustias, y sobre todo en las de la muerte, que son las mayores que puede haber en la tierra, ella, tan buena Señora y Madre, jamás abandona a sus fieles verdaderos; y como es nuestra vida durante nuestro destierro, así se convierte en nuestra dulzura en la última hora, obteniéndonos una dulce y santa muerte. Porque desde el día en que tuvo la dicha y el dolor a la vez de asistir a la muerte de su Hijo Jesús, que es la cabeza de los predestinados, adquirió la gracia de asistir a todos los predestinados en la hora de su muerte. Por eso la Iglesia ruega a la santísima Virgen que nos socorra especialmente en la hora de nuestra muerte: "Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte".
Muy grandes son las angustias de los moribundos, ya por los remordimientos de los pecados cometidos, ya por el miedo al juicio de Dios que se avecina, ya por la incertidumbre sobre la salvación eterna. Entonces, más que nunca, se arma el infierno y pone todo su empeño para arrebatar aquella alma que está para pasar a la eternidad, sabiendo que le queda poco tiempo y que si ahora no la consigue se le escapa para siempre. "El demonio ha bajado hacia vosotros, lleno de furia, sabiendo que le queda poco tiempo" (Ap 12,12). Y por eso el demonio, acostumbrado a tentarla en vida, no se contenta con tentarla él solo a la hora de la muerte, sino que llama a otros como él. "Y su casa se llenará de dragones" (Is 13,21). Cuando uno se encuentra para morir, se le acercan muchedumbre de demonios que aúnan sus esfuerzos para perderlo.
Se cuenta de san Andrés Avelino que en la hora de su muerte vinieron miles de demonios para tentarlo. Y se lee en su biografía que en su agonía sostuvo un combate tan fiero con el infierno, que hacía estremecer a los buenos religiosos que le acompañaban. Vieron que al santo se le hinchaba la cara y se le amorataba por el exceso de dolor; todo su cuerpo temblaba en medio de fuertes convulsiones; de los ojos brotaban abundantes lágrimas; daba golpes violentos con la cabeza, señales todas de la terrible batalla que le hacía sostener el infierno.
Todos lloraban de compasión redoblando las oraciones, a la vez que temblaban de espanto viendo cómo moría un santo. Se consolaban viendo cómo el santo constantemente dirigía los ojos a una devota imagen de María, acordándose que él mismo muchas veces les había profetizado que, en la hora de la muerte, María había de ser su refugio. Quiso al fin el Señor que terminara la batalla con gloriosa victoria; cesaron las convulsiones, se le descongestionó el rostro y, tornando a su color normal, vieron que el santo, fijos los ojos en una imagen de María, le hizo una inclinación como en señal de agradecimiento -la cual se cree que entonces se le aparecería- y expiró plácidamente en los brazos de María. En el mismo instante una capuchina que estaba en trance de muerte, dijo a las religiosas que la asistían: "Rezad el Ave María porque acaba de morir un santo".
Ante la presencia de nuestra Reina huyen los rebeldes. Si en la hora de nuestra muerte tenemos a María de nuestra parte, ¿qué podemos temer de todos los enemigos del infierno? David, temiendo las angustias de la muerte, se reconfortaba con la muerte del futuro Redentor y con la intercesión de la Virgen Madre: "Aunque camine por medio de las sombras de la muerte, tu vara y tu cayado me consuelan" (Sal 22,4). Explica el cardenal Hugo que por el báculo se ha de entender el madero de la cruz, y por la vara la intercesión de la Virgen, que fue la vara profetizada por Isaías: "Saldrá una vara del tronco de Jesé y de su raíz brotará una flor" (Is 11,1). Esta divina Madre es aquella poderosa vara con la que se vence la furia de los enemigos infernales. Así nos anima san Antonino, diciendo: "Si María está por nosotros, ¿quién contra nosotros?" Al P. Manuel Padial, jesuita, se le apareció la Virgen en la hora de la muerte y le dijo, animándole: "Ha llegado la hora en que los ángeles, congratulándose contigo, te dicen: ¡Felices trabajos y bien pagadas mortificaciones!" Y vio un ejército de demonios que huían desesperados, gritando: "No podemos nada contra la sin mancha que lo defiende". De modo semejante, el P. Gaspar Ayewod fue asaltado en la hora de la muerte por los demonios con una fuerte tentación contra la fe. Al punto se enconmendó a la Virgen, y se le oyó exclamar: "iGracias, María, porque has venido en mi ayuda!"
María manda en auxilio de sus siervos a la hora de la muerte, dice san Buenaventura, al arcángel san Miguel, príncipe de la milicia celestial, y a legiones de ángeles para que los defiendan de las asechanzas de Satanás y reciban y lleven en triunfo al cielo las almas de quienes de continuo se han encomendado a su intercesión.
Cuando un hombre sale de esta vida se agita el infierno y manda los más terribles demonios para tentar aquella alma antes de que abandone el cuerpo y acusarla cuando se presente al tribunal de Dios. "El infierno se conmovió abajo a tu llegada y a tu encuentro envió gigantes" (Is 14,9). Pero cuando los demonios ven que a aquella alma la defiende María, no se atreven de ninguna manera a acusarla, sabiendo que no será condenada por el juez el alma protegida por tal Madre. ¿Quién podrá acusar si ve que protege la Madre? Escribe san Jerónimo a Eustoquio que la Virgen no sólo socorre a sus amados devotos a la hora de la muerte, sino que al pasar de esta vida los anima y acompaña en el divino tribunal. Esto es conforme a lo que dijo la Virgen a santa Brígida hablando de sus devotos en trance de muerte: "Entonces yo, su Madre y Señora, que tanto los amo, vendré en su auxilio para darles consuelo y refrigerio".
Ella recibe sus almas con amor y las presenta ante el juez, su Hijo, y así ciertamente les obtiene la salvación. Dice san Vicente Ferrer: "La Virgen bienaventurada recibe las almas de los que mueren". Así sucedió a Carlos, hijo de santa Brígida, quien habiendo muerto en el peligroso ejercicio de las armas y lejos de su madre, temía la santa por su eterna salvación. Mas la bienaventurada Virgen le reveló que Carlos se había salvado por el amor que le había tenido y ella misma le había asistido en la agonía, sugiriéndole los actos que debía hacer. Al mismo tiempo vio la santa a Jesucristo en trono de majestad y que el demonio presentaba dos quejas contra la Virgen María; la primera, que le había impedido tentar a Carlos en la hora de la muerte, y la segunda, que había presentado su alma ante el tribunal de Jesucristo y lo había salvado sin darle ocasión de exponer las razones con que pretendía hacer presa en el alma de Carlos. Vio, en fin, cómo el juez lanzaba de su presencia al demonio y abría las puertas del cielo al alma de su hijo.
"Sus lazos son ataduras de salvación; en las postrimerías hallarás en ella reposo" (Ecclo 6,31.29). ¡Bienaventurado, hermano mío, si en la hora de la muerte te encuentras ligado con las dulces cadenas del amor a la Madre de Dios! Estas cadenas son de salvación que te aseguran tu salvación eterna y te harán gozar, en la hora de la muerte, de aquella dichosa paz, preludio y gusto anticipado del gozo eterno de la gloria. Refiere el P. Binetti que habiendo asistido a la muerte de un gran devoto de María, le oyó decir: "Padre mío, si supiera qué contento me siento por haber servido a la santa Madre de Dios. No sé expresar la alegría que siento". El P. Suárez, por haber sido muy devoto de María -decía que con gusto hubiera cambiado toda su ciencia por el mérito de un Ave María-, murió con tanta alegría que exclamó: "No creía que era tan dulce el morir". El mismo contento y alegría, sin duda, sentirás tu, devoto lector, si en la hora de la muerte te acuerdas de haber amado a esta buena Madre que siempre es fiel con los hijos que han sido fieles en servirla y obsequiarla con visitas, Rosarios y mortificaciones, y agradeciéndole constantemente y encomendándose a su poderosa intercesión.
Y no impedirá estos consuelos el haber sido en otro tiempo pecador si de ahora en adelante te dedicas a vivir bien y a servir a esta Señora bonísima y sumamente agradecida. Ella, en tus angustias y en las tentaciones del demonio para hacerte desesperar, te ayudará y vendrá a consolarte en la hora de la muerte. Marino, hermano de san Pedro Damiano -como refiere el mismo santo-, habiendo tenido la desgracia de ofender a Dios, se postró ante un altar de María ofreciéndose por su esclavo, poniendo su ceñidor al cuello en señal de servidumbre, y le habló así: "Señora mía, espejo de pureza; yo, pobre pecador, te he ofendido y he ofendido a Dios quebrantando la castidad; no tengo más remedio que ofrecerme a ti por esclavo; aquí me tienes, me consagro por siervo tuyo. Recibe a este rebelde y no lo desprecies". Dejó una ofrenda para la Virgen ofreciendo pagar una suma todos los años en señal de tributo por su esclavitud mariana. Algunos años después, Marino enfermó de muerte, y en esa hora se le oyó decir: "Levantaos, levantaos; saludad a mi Señora". Y después: "¿Qué gracia es ésta, Reina del cielo, que te dignes visitar a este pobre siervo? Bendíceme, Señora, y no permitas que me pierda después de que me has honrado con tu presencia". En esto llegó su hermano Pedro y le contó la aparición de la Virgen María y que le había bendecido, lamentándose de que los asistentes no se hubieran levantado ante la presencia de María; y poco después, plácidamente, entregó su alma al Señor. Así será tu muerte, querido lector, si eres fiel a María, aunque en lo pasado hubieras ofendido a Dios. Ella te obtendrá una muerte llena de consuelos.
Y aun cuando trataran de atemorizarte y quitar la confianza el recuerdo de los pecados cometidos, ella te animará, como aconteció con Adolfo, conde de Alsacia, quien habiendo dejado el mundo y habiéndose hecho franciscano, como se narra en las Crónicas de la Orden, fue sumamente devoto de la Madre de Dios. Al final de sus días, al ver la vida pasada en el mundo y en el gobierno de sus vasallos, el rigor del juicio de Dios, comenzó a temer la muerte, con dudas sobre su eterna salvación. Pero María, que no descuida ante las angustias de sus devotos, acompañada de muchos santos, se le apareció y lo animó con estas tiernas palabras: "Adolfo mío carísimo, ¿por qué temes a la muerte si eres mío?" Como si le dijera: Adolfo mio queridísimo, te has consagrado a mí; ¿por qué vas a temer ahora la muerte? Con tan regaladas expresiones se serenó del todo el siervo de María, desaparecieron los temores y con gran paz y contento entregó su alma.
Animémonos también nosotros, aunque pecadores, y tengamos confianza en que ella vendrá a asistirnos en la muerte y a consolarnos con su presencia si le servimos con todo amor en lo que nos queda de vida. Hablando nuestra Reina a santa Matilde, le prometió que vendría a asistir en la hora de la muerte a todos sus devotos que fielmente le hubieran servido en vida. "A todos los que me han servido piadosamente les quiero asistir en su muerte con toda fidelidad y como madre piadosísima, y consolarlos y protegerlos". ¡Oh Dios mío! ¡Qué sublime consuelo al terminar la vida, cuando en breve se va a decidir la causa de nuestra eterna salvación, ver a la Reina del cielo que nos asiste y nos consuela y nos ofrece su protección!
Hay innumerables ejemplos de la asistencia de María a sus devotos. Este favor lo recibieron santa Clara de Montefalco, san Félix, capuchino; santa Teresa y san Pedro de Alcántara. Y para más consuelo, citaré algun otro ejemplo. Refiere el P. Crasset que santa María Oiginies vio a la santísima Virgen a la cabecera de una devota viuda de Willembrock que sufría alta fiebre. La santísima Virgen la consolaba y le mitigaba los ardores de la fiebre. Estando para morir san Juan de Dios, esperaba la visita de María, de la que era tan gran devoto; pero no viéndola aún, se sentía afligido y se le quejaba. Mas en el momento oportuno se la apareció la Madre de Dios, y casi reprendiéndole de su poca confianza le dijo estas tiernas palabras que deben animar a todos los devotos de María: "Juan, no es mi manera de proceder abandonar a mis devotos en este trance". Como si dijese: "Juan, hijo mío, ¿qué pensabas? ¿Que yo te había abandonado? ¿No sabes que yo no puedo abandonar a mis devotos en la hora de la muerte? No vine antes porque no era el tiempo oportuno; ahora que lo es, aquí me tienes para llevarte. ¡Ven conmigo al paraíso!" Poco después expiró el santo, entrando en el cielo para agradecer eternamente a su amantísima Reina.