Cap. 3 Par 1 María es la esperanza de todos


CAPÍTULO 3
ESPERANZA NUESTRA

No pueden soportar los herejes de ahora que llamemos y saludemos a María con el título de esperanza nuestra: "Dios te salve, esperanza nuestra". Dicen que sólo Dios es nuestra esperanza y que Dios maldice a quien pone su confianza en las criaturas: "Maldito el hombre que confía en otro hombre" (Jr 17,5). María, exclaman, es una criatura; ¿y cómo puede ser una criatura nuestra esperanza? Esto dicen los herejes. Pero contra ellos la santa Iglesia quiere que todos los sacerdotes y religiosos alcen la voz de parte de todos los fieles y a diario la invoquen a María con este dulce nombre de esperanza nuestra, esperanza de todos: Esperanza nuestra, salve.

De dos maneras, dice el angélico santo Tomás, podemos poner nuestra confianza en una persona: o como causa principal o como causa intermedia. Los que quieren alcanzar algún favor de un rey, o lo esperan del rey como señor, o lo esperan conseguir por el ministro o favorito como intercesor. Si se obtiene semejante gracia, se obtiene del rey pero por medio de su favorito, por lo que quien la obtiene razón tiene para llamar a su intercesor su esperanza. El rey del cielo, porque es bondad infinita, desea inmensamente enriquecernos con sus gracias; pero como de nuestra parte es indispensable la confianza, para acrecentarla nos ha dado a su misma Madre por madre y abogada nuestra, con el más completo poder de ayudarnos; y por eso quiere que en ella pongamos la esperanza de obtener la salvación y todos los bienes. Los que ponen su confianza en las criaturas, olvidados de Dios, como los pecadores, que por conquistar la amistad y el favor de los hombres no les importa disgustar a Dios, ciertamente que son malditos de Dios, como dice Isaías. Pero los que esperan en María como Madre de Dios, poderosa para obtenerles toda clase de gracias y la vida eterna, éstos son benditos y complacen al corazón de Dios, que quiere ver honrada de esta manera a tan sublime criatura que lo ha querido y honrado más que todos los ángeles y santos juntos.

Con toda razón y justicia, por tanto, llamamos a la Virgen nuestra esperanza, confiando, como dice el cardenal Belarmino, obtener por su intercesión lo que no obtendríamos con nuestras solas plegarias. Nosotros le rogamos, dice san Anselmo, para que la sublimidad de su intercesión supla nuestra indigencia. Por lo cual, sigue diciendo el santo, suplicar a la Virgen con toda esperanza no es desconfiar de la misericordia de Dios, sino temer de la propia indignidad.

Con razón la Iglesia llama a María "Madre de la santa esperanza" (Ecclo 24,24); la madre que hace nacer en nosotros, no la vana esperanza de los bienes miserables y efímeros de esta vida, sino la esperanza de los bienes inmensos y eternos de la vida bienaventurada. Así saludaba san Efrén a la Madre de Dios: "Dios te salve, esperanza del alma mía y salvación segura de los cristianos, auxilio de los pecadores, defensa de los fieles y salud del mundo". Nos advierte san Basilio que después de Dios no tenemos otra esperanza más que María, por eso la llama "nuestra única esperanza después de Dios". Y san Efrén, al considerar la orden de la providencia por la que Dios ha dispuesto -como también dice san Bernardo- que todos los que se salven se han de salvar por medio de María, le dice: "Señora, no dejes de custodiarnos y ponernos bajo el manto de tu protección, porque después de Dios no tenemos otra esperanza más que tú". También santo Tomás de Villanueva la proclama nuestro único refugio, auxilio y ayuda.

De todo esto da la razón san Bernardo cuando dice: "Atiende, hombre, y considera los designios de Dios, que son designios de piedad. Al ir a redimir al género humano, todo el precio lo puso en manos de María". Mira, hombre, el plan de Dios para poder dispensarnos con más abundancia su misericordia; queriendo redimir a todos los hombres, ha puesto todo el valor de la redención en manos de María para que lo dispense conforme a su voluntad.

Ordenó Dios a Moisés que hiciera un propiciatorio de oro purísimo para hablarle desde allí: "Me harás un propiciatorio de oro purísimo...; desde él te daré mis órdenes y hablaré contigo" (Ex 25,17.22). Dice un autor que ese propiciatorio es María, desde el cual Dios habla a los hombres y desde el que nos concede el perdón y sus gracias y favores. Por eso dice san Ireneo que el Verbo de Dios, antes de encarnarse en el seno de María, mandó al arcángel a pedir su consentimiento, porque quería que de María derivara al mundo el misterio de la Encarnación. "¿Por qué no se realiza el misterio de la Encarnación sin el consentimiento de María? Porque quiere Dios que sea ella el principio de todos los bienes". Todos los bienes, ayudas y gracias que los hombres han recibido y recibirán de Dios hasta el fin del mundo, todo les ha venido y vendrá por intercesión y por medio de María. Razón tenía el devoto Blosio al exclamar: "Oh María, ¿cómo puede haber quien no te ame siendo tú tan amable y agradecida con quien te ama? En las dudas y confusiones aclaras las mentes de los que a ti recurren afligidos; tú consuelas al que en ti confía en los peligros; tú socorres al que te llama. Tú, después de tu divino Hijo, eres la salvación cierta de tus fieles siervos. Dios te salve, esperanza de los desesperados y socorro de los abandonados. Oh María, tú eres omnipotente porque tu Hijo quiere honrarte, haciendo al instante todo lo que quieres".

San Germán, reconociendo en María la fuente de todos nuestros bienes y la libertad de nuestros males, así la invoca: "Oh Señora mía, tú sola eres el consuelo que me ha dado Dios; tú la guía de mi peregrinación; tú la fortaleza de mis débiles fuerzas, la riqueza en mis miserias, la liberación de mis cadenas, la esperanza de mi salvación; escucha mis súplicas, te lo ruego, ten piedad de mis suspiros; quiero que seas mi reina, el refugio, la ayuda, la esperanza y la fortaleza mía".

Con razón san Antonino aplica a María el pasaje de la Sagrada Escritura: "Todos los bienes me vinieron juntamente con ella" (Sb 7,11). Ya que María es la madre y dispensadora de todos los bienes, bien puede decirse que el mundo, y sobre todo los que en el mundo son devotos de esta reina, junto con esta devoción a María han obtenido todos los bienes: "Es madre de todos los bienes y todos me vinieron con ella, es decir, con la Virgen, puede decir el mundo". Por lo cual no titubeó el abad de Celles en afirmar: "Al encontrar a María se han encontrado todos los bienes". El que encuentra a María encuentra todo bien, toda gracia, toda virtud, porque ella con su potente intercesión le obtiene todo lo que necesita para hacerlo rico de gracia divina. Ella nos hace saber que tiene todas las riquezas de Dios, es decir, las divinas misericordias, para distribuirlas en beneficio de sus amantes: "En mí están las riquezas opulentas para enriquecer a los que me aman" (Pr 8,18.21). Por lo cual decía san Buenaventura que debemos tener los ojos puestos en las manos de María para recibir de ella los bienes que necesitamos.

¡Cuántos soberbios con la devoción a María han encontrado la humildad! ¡Cuántos iracundos la mansedumbre! ¡Cuántos ciegos la luz! ¡Cuántos desesperados la confianza! ¡Cuántos perdidos la salvación! Esto cabalmente es lo que profetizó en casa de Isabel, en el sublime cántico: "He aquí que desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones" (Lc 1,48). "Todas las generaciones -comenta san Bernardo-, porque todas ellas te son deudoras de la vida y de la gloria; porque en ti los pecadores encuentran el perdón y los justos la perseverancia en la gracia de Dios". El devoto Laspergio presenta al Señor hablando así al mundo: "Pobres hombres, hijos de Adán que vivís en medio de tantos enemigos y de tantas miserias, tratad de venerar con particular afecto a vuestra Madre. Yo la he dado al mundo como modelo para que de ella aprendáis a vivir como se debe, y como refugio para que a ella recurráis en vuestras aflicciones. Esta hija mía -dice Dios- la hice de tal condición, que nadie pueda temer o sentir repugnancia en recurrir a ella; por eso la he creado con un natural tan benigno y piadoso que no sabe despreciar a ninguno de los que a ella acuden, no sabe negar su favor a ninguno que se lo pida. Para todos tiene abierto el manto de su misericordia y no consiente que nadie se aparte desconsolado de su lado". Sea por tanto bendita y alabada por siempre la bondad inmensa de nuestro Dios que nos ha dado a esta Madre tan sublime, como abogada la más tierna y amable.

¡Cuán tiernos eran los sentimientos de amor y confianza que tenía el enamorado san Buenaventura hacia nuestro amadísimo Redentor Jesús y hacia nuestra amadísima abogada María! "Aun cuando -decía él- el Señor (por un imposible) me hubiera reprobado, yo sé que ella no ha de rechazar a quien la ama y de corazón la busca. Yo la abrazaré con amor, y aunque no me bendijera, no la dejaré y no podrá partir sin mí. Y, en fin, aunque por mis culpas mi Redentor me echara de su lado, yo me arrojaré a los pies de su Madre María y allí postrado estaré y me conseguirá el perdón. Porque esta Madre de misericordia siempre sabe compadecerse de las miserias y consolar a los miserables que a ella acuden en busca de ayuda; por eso, si no por obligación, por compasión al menos inclinará a su Hijo a perdonarme".

"Míranos -exclama Eutimio-, míranos con esos tus ojos llenos de compasión, oh piadosísima Madre nuestra, porque somos tus siervos y en ti tenemos puesta toda nuestra confianza".