Discurso tercero
PRESENTACIÓN DE MARÍA EN EL TEMPLO
El ofrecimiento que hizo María de sí misma a Dios, fue pronto y sin demora, fue por entero y sin reservas No hubo ni habrá jamás un ofrecimiento hecho por una criatura, ni más grande ni más perfecto que el que hizo la niña María a Dios cuando se presentó en el Templo para ofrecerle, no incienso ni cabritillas, ni monedas de oro, sino a sí misma del todo y por entero, en perfecto holocausto, consagrándose como víctima perpetua en su honor.
Muy bien comprendió la voz del Señor que la llamaba a dedicarse toda entera a su amor, con aquellas palabras: “Levántate, apresúrate, amiga mía... y ven” (Ct 2, 10). Por eso quería su Señor que se dedicara del todo a amarlo y complacerlo: “Oye, hija mía, mira, inclina tu oído y olvida tu pueblo y la casa paterna” (Sal 44, 14). Y ella, al instante siguió la llamada de Dios.
Veamos pues cuán agradable fue a Dios el ofrecimiento que María hizo de sí misma a Dios al consagrarse al punto y sin demora, enteramente y sin reserva.
PUNTO 1º
1. María se ofreció a Dios sin demora
Es seguro que desde el primer instante en que esta celestial niña fue santificada en el seno de su madre, que fue desde el primer instante de su Inmaculada Concepción, ella recibió el uso perfecto de la razón para poder desde el primer momento comenzar a merecer, como lo afirman con sentencia común los doctores con el P. Suárez.
Él dice que, siendo el modo más perfecto que usa Dios para santificar a un alma, santificarla por sus propios méritos, como lo enseña santo Tomás, así debe creerse que fue santificada la Santísima Virgen. Si este privilegio fue concedido a los ángeles y a Adán, como enseña El Angélico, mucho más debemos creer que se concedió a la Madre de Dios, habiéndose dignado el Señor elegirla por madre suya, se ha de creer con toda certeza que había de otorgarle mayores dones que a todas las demás criaturas. Así lo enseña el mismo santo doctor: “De ella recibió la naturaleza humana y por eso, debió recibir de Cristo más plenitud de gracia que todos los demás”. Y es que, siendo la madre, dice el P. Suárez, tiene un derecho cierto y del todo singular sobre todos los dones de su Hijo.
Y así como por la unión hipostática era necesario que Jesús poseyera todas las gracias en plenitud, así fue del todo conveniente que Jesús, por deber de naturaleza otorgara a María gracias mayores que las concedidas a todos los santos y ángeles juntos.
De lo cual resulta que María desde el principio de su existencia conoció a
Dios, y lo conoció con tal perfección –como le dijo el ángel a Santa Brígida– y de tal manera, que ninguna lengua es capaz de explicar la perfección con que la inteligencia de la Santísima Virgen llegó a conocer a Dios desde el primer instante.
Desde entonces María, con aquella primera luz con que Dios la enriqueció, se ofreció por entero a su Señor dedicándose del todo a su amor y a su gloria, como el mismo ángel se lo reveló a santa Brígida cuando le dijo: “Al instante nuestra Reina determinó consagrar a Dios su voluntad con todo el amor y para siempre. Y nadie puede comprender de qué manera su voluntad se sujetó a abrazar todo lo que fuera del gusto divino”.
Cuando después del diluvio universal Noé soltó un cuerVo desde el arca, éste no volvió pues encontró alimento en la carroña; pero cuando soltó una paloma, ésta, sin posarse fuera, volvió al arca (Gn 8, 9). Muchos, creados por Dios, se dedican, desdichados, a saciarse de bienes terrenales. No fue así María, nuestra celestial paloma, ella comprendió que Dios debe ser el único amor; que el mundo está lleno de peligros y que quien antes lo abandona está mas a salvo de sus lazos, por lo que huyó de él desde su más tierna edad... Así fue que la Santísima Virgen, desde el principio de su ser fue del todo agradable al Señor y muy amada de él como le hace decir la santa Iglesia: “Congratulaos conmigo todos los que amáis al Señor, porque desde que era niña agradé al Altísimo”.
Por eso ha sido comparada a la luna, porque así como la luna cumple su carrera más de prisa que los demás astros, así María alcanzó la perfección más pronto que todos los santos al entregarse a Dios sin demora, enteramente y sin reservas.
PUNTO 2º
1. María se consagró a Dios por entero
La niña María conocía bien con luz del cielo, que Dios no acepta un corazón partido sino que lo quiere consagrado a su amor conforme al mandato sagrado: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón” (Dt 4, 5). Por lo que ella, desde que comenzó a vivir, comenzó a amar a Dios con todas sus fuerzas y del todo se entregó a él.
Ella, por complacer a Dios le consagró su virginidad, consagración que fue la primera en hacer, según dice Bernardino de Busto: “María se consagró del todo y perpetuamente a Dios”.
Con cuánto amor le podía decir al Señor: “Mi amado es para mí y yo para mi amado” (Ct 2, 16). “Para mi amado”, comenta el cardenal Hugo, pues para él viviré del todo. Señor mío y Dios mío, le diría, yo he venido sólo para agradarte y darte todo el honor que pueda. Quiero vivir del todo para ti. Acepta el ofrecimiento de ésta tu humilde esclava y ayúdame a serte fiel.
María, cual aurora naciente (Ct 4, 9), crecía siempre en la perfección como se acrecienta la luz de la aurora. ¿Quién podrá explicar cómo resplandecían en ella, cada vez más, de día en día sus hermosas virtudes, su caridad y modestia, su silencio y humildad, su mortificación y mansedumbre? Plantada en la casa del Señor cual frondoso olivo, dice san Juan Damasceno y regada con la gracia del Espíritu Santo, fue la morada de todas las virtudes.
La Santísima Virgen se mostraba modesta en el semblante, amable en las palabras que salían de un interior equilibrado. La Virgen, dice en otro lugar, tenía su mente alejada del deseo desordenado de lo terreno; abrazándose a todo lo que fuera virtud; y de este modo, ejercitándose en toda perfección, aprovechó tanto que mereció ser templo digno de Dios.
Hablando san Anselmo del comportamiento de María en el templo, dice que
era dócil y sumisa, sobria en hablar, de admirable compostura, sin reírse ni turbarse; constante en la oración y en tratar de comprender la Sagrada Escritura, y asidua en toda obra de virtud. San Jerónimo dice que pasaba el tiempo en la oración, siendo la más fiel en la observancia de la Ley, la más humilde, y la más perfecta en todo.
Jamás se la vio airada. Sus palabras eran siempre tan llenas de dulzura que
pareciera que Dios hablaba por su boca.
Reveló la Madre de Dios a santa Isabel, religiosa benedictina del monasterio
de Schoenau, según refiere san Buenaventura, que sólo pensaba en tener a Dios
por padre y en qué podía hacer para complacerle; que le tenía consagrada su
virginidad; que no ambicionaba nada de este mundo, entregándole al Señor toda su voluntad y que le pedía le concediera la gracia de conocer a la Madre del Redentor, rogándole le conservara los ojos para contemplarla, la lengua para alabarla, las manos y los pies para servirla, y las rodillas para poder arrodillarse ante ella para adorar al Hijo de Dios que llevaba en su seno. “Pero Señora –le dijo santa Isabel–, ¿no estabas llena de gracia y de virtud?” A lo que María respondió: “Has de saber que yo me tenía por la más insignificante y menos merecedora de la gracia y de la virtud, por eso las pedía tanto. ¿Crees que yo tuve la gracia y la virtud sin esfuerzo?”
Son dignas de consideración las revelaciones hechas a santa Brígida sobre
las virtudes que practicó María desde su más tierna infancia: “Desde niña, María
estuvo llena del Espíritu Santo, y conforme crecía en edad, se acrecentaba en ella la gracia. Desde entonces estuvo resuelta a amar a Dios con todo su corazón con obras y palabras, sin jamás ofenderle; y por eso desdeñaba todos los bienes terrenales. Daba lo que podía a los pobres.
Era tan mortificada en el alimento, que sólo tomaba lo necesario para sostener la vida del cuerpo. Penetrando en la Sagrada Escritura sobre aquello de que Dios debía nacer de una virgen para redimir el mundo, se inflamaba de tal modo en el amor de Dios, que sólo suspiraba por él y en él pensaba, y dichosa sola con Dios, evitaba todas las conversaciones que de él lo apartasen. Y deseaba en gran manera encontrarse en el templo al llegar el Mesías para poder ser la sierva de la dichosa virgencita que mereciera ser su madre. Esto dicen las revelaciones de santa Brígida.
2. María aceleró la venida del Redentor
Por amor a esta niña privilegiada aceleró el Redentor su venida al mundo.
Precisamente porque no se juzgaba digna de ser la esclava de la Madre de Dios,
fue la elegida para ser tal madre. Con el aroma de sus virtudes y con sus poderosas plegarias atrajo a su seno virginal al Hijo de Dios. Por eso la llamó tortolita su divino Esposo: “Se ha oído en nuestra tierra la voz de la tórtola” (Ct 2, 12); no sólo porque ella al igual que la tórtola, amó siempre la soledad, viviendo en este mundo como en un desierto, sino porque como la tortolita que siempre va gimiendo por la campiña, María siempre suspiraba compadeciendo las miserias del mundo perdido y pidiendo a Dios que otorgara la redención para todos. Con cuánto más fervor que los profetas repetía ella cuando estaba en el templo las súplicas y los suspiros de los mismos para que mandara al Redentor: “Envía Señor al Cordero dominador de la tierra” (Is 15, 1). “Destilad, cielos, vuestro rocío y que las nubes lluevan al Justo” (Is 45, 8). “¡Oh si rasgaras los cielos y descendieras!” (Is 44, 1).
En una palabra, ella era el objeto de las complacencias de Dios al
contemplar a esta virgencita aspirando siempre a la más encumbrada perfección
como columnita de incienso rica por el aroma de todas las virtudes como la describe el Espíritu Santo: “¿Quién es ésta que va subiendo por el desierto como una columnita de humo hecha de la mirra y del incienso y de toda especie de aromas?” (Ct 3, 6). En verdad, dice Sofronio, era esta doncellita el jardín de las delicias del Señor donde se encontraban toda suerte de flores y todos los aromas de las virtudes. Por eso, afirma san Juan Crisóstomo, Dios eligió a María por su madre, porque no encontró en la tierra virgen más santa ni más perfecta que María, ni lugar más digno para habitar que su seno sacrosanto.
San Bernardo dice de modo semejante: “No hubo en la tierra sitio más digno que el útero virginal”. San Antonino afirma que la bienaventurada Virgen, para ser elegida y destinada a la dignidad de Madre de Dios, tenía que poseer una perfección tan grande y consumada que superara totalmente a la perfección de todas las demás criaturas: La suprema perfección de la gracia es estar preparada para concebir al Hijo de Dios.
Como la santa niña María se ofreció a Dios en el templo con prontitud y por
entero, así nosotros en este día presentémonos a María sin demora y sin reserva y roguémosle que ella nos ofrezca a Dios, el cual no nos rehusará viendo que somos ofrecidos por las manos de la que fue el templo viviente del Espíritu Santo, las delicias de su Señor y la elegida como madre del Verbo eterno. Y esperemos toda clase de bienes de esta excelsa y muy agradecida Señora que recompensa con gran amor los obsequios que recibe de sus devotos, como puede colegirse del siguiente ejemplo.
EJEMPLO
Visión de sor Dominica del Paraíso
Se lee en la vida de sor Dominica del Paraíso, escrita por el P. Ignacio de
Niente, dominico, que en un pueblecito llamado Paraíso, cerca de Florencia, nació esta virgencita de padres pobres. Desde muy niña comenzó a servir a la Madre de Dios. Ayunaba en su honor todos los días de la semana y los sábados daba a los pobres el alimento que se había quitado de la boca, y esos mismos días recogía en el huerto y por los campos todas las flores que podía y se las ponía a una imagen de la Virgen con el niño que tenía en casa.
Veamos con cuántos favores recompensó esta agradecidísima Señora los
obsequios que su sierva le ofrecía. Estaba un día, cuando tenía los diez años,
asomada a la ventana, cuando vio en la calle una señora de noble aspecto y un niño con ella, y los dos extendían la mano en gesto de pedir limosna. Fue a buscar el pan, y sin que abriera la puerta los vio delante de sí, y advirtió que el niño traía llagados el costado, los pies y las manos. “Decidme, señora –preguntó Dominica–, ¿quién ha maltratado a este niño de tal modo?” Repuso la madre: “Ha sido el amor”.
Dominica, encantada de la incomparable belleza y angelical modestia del niño le
preguntó si le dolían mucho las llagas. El niño le respondió con una celestial sonrisa.
La señora, mirando una imagen de María con el niño en los brazos, preguntó a
Dominica: “Dime, hija mía, ¿quién te mueve a coronarla de flores?” “Me mueve,
señora –respondió la niña– el amor que tengo a Jesús y a María”. “¿Cuánto los
amas?” “Los amo cuanto puedo”. “Y ¿cuánto puedes?” “Cuanto ellos me ayudan”.
“Prosigue, hija mía –acabó diciendo la señora–, prosigue amándolos, que ya verás cómo te lo premian en el cielo”.
La niña comenzó a sentir un suavísimo olor que salía de las llagas del niño.
“Señora –preguntó a la madre–, ¿con qué ungüento le ungís las llagas? ¿Se puede comprar?” “Se puede comprar –le respondió la señora– con fe y buenas obras”.
Entonces Dominica le ofreció un pan. “Este niño –repuso la madre– se alimenta con amor; dile que amas a Jesús, y te colmará de gozo”. El niño, al oír la palabra amor, se mostró muy contento y dirigiéndose a Dominica le preguntó: “¿Cuánto amas a Jesús?” “Le amo tanto –contestó la niña– que día y noche estoy pensando en él y todo mi afán es darle gusto en todo lo que pueda”.
“Ámalo mucho –respondió el niño– que el amor te enseñará lo que debes hacer para agradarle”. Se iba acrecentando la intensidad del aroma de las llagas, hasta que Dominica, fuera de sí, exclamó: “Dios mío, esta fragancia me va a hacer morir de amor. Si tan suave es este aroma, ¿cómo será el del paraíso?”
De pronto, se trocó la escena: la madre apareció ataviada como una reina vestida de clarísima luz; el niño muy hermoso y bello, del todo resplandeciente. Tomó las flores de la imagen de la Virgen y las esparció sobre la cabeza de Dominica. Ella, al reconocer a Jesús y a María, se postró en tierra como extasiada, adorándolos.
Andando el tiempo, la joven tomó el hábito de santo Domingo. Murió en olor
de santidad el año 1553.
Santa María, que desde niña,
fuiste la criatura más amada de Dios.
Así como al presentarte en el templo
te consagraste pronto y del todo,
a la gloria y amor de tu Señor,
así quisiera yo ofrecerte
los primeros años de mi vida,
y consagrarme por entero a tu servicio,
santa y dulce Señora.
Pero son vanos mis deseos
cuando he perdido tantos años
sirviendo al mundo y sus caprichos
despreocupado de Dios y de ti.
Detesto el tiempo en que viví sin amarte.
Pero mejor comenzar tarde que nunca.
Ante ti me presento, María,
y me consagro para siempre a tu servicio.
Como tú, quiero entregarme al Creador.
Te consagro, Reina mía, mi entendimiento
para pensar siempre en el amor que mereces,
te consagro mi lengua para alabarte
y mi corazón para amarte.
Acepta, Virgen bendita, la ofrenda
que este pobre pecador te presenta.
Acéptala por la inefable alegría
que sintió tu corazón
al consagrarte a Dios en el templo.
Si tarde me pongo a servirte,
debo recuperar el tiempo perdido
redoblando mi amor y mis obsequios.
Ayúdame con tu poderosa intercesión.
Madre de misericordia, fortalece mi flaqueza;
alcánzame de Jesús perseverancia
y valor para serte siempre fiel.
Que habiéndote servido en esta vida,
pueda ir a bendecirte
y alabarte por siempre en el cielo.
Amén.