2da parte-Quinto dolor: La muerte de Jesús



1. María al pie de la cruz
Es cosa de admirar una nueva clase de martirio: una madre condenada a ver morir ante sus ojos, ejecutado con bárbaros tormentos, a un hijo inocente y al que amaba con todo su corazón.

“Estaba junto a la cruz su Madre” (Jn 19, 25). No se le ocurre a san Juan decir otra cosa para ponderar el martirio de María; contémplala junto a la cruz a la vista de su Hijo moribundo y después dirás si hay dolor semejante a su dolor. Detengámonos también nosotros hoy en el Calvario a
considerar esta quinta espada que traspasó el corazón de María por la muerte de
Jesús.

Apenas llegado al Calvario el Redentor, rendido de fatiga, los verdugos lo despojaron de sus vestiduras y clavaron a la cruz sus sagradas manos y sus pies con clavos, no afilados sino romos para más atormentarlo, como dice san Bernardo.

Una vez crucificado levantaron la cruz, y así lo dejaron hasta que muriera.
Lo abandonaron los verdugos, pero no lo abandonó María. Entonces se acercó más a la cruz para asistir a su muerte. Le dijo la Santísima Virgen a santa Brígida: Yo no me separaba de él y estaba muy próxima a su cruz. San Buenaventura le habla así: Señora, ¿de qué te sirvió el ir al Calvario para ver morir a este Hijo? ¿Por qué no te detuvo la vergüenza y el horror de semejante crimen?

Debía retenerte la vergüenza, ya que su oprobio era también el tuyo siendo su Madre. Al menos debiera detenerte el horror de semejante delito al ver un Dios crucificado por sus mismas criaturas. Pero responde el mismo santo: Es que tu corazón no pensaba en su propio sufrimiento, sino en el dolor y en la muerte del Hijo amado; y por eso quisiste tú misma asistirle, al menos acompañándole.

Dice el abad Guillermo: Oh verdadera Madre, Madre llena de amor, a la queni siquiera el espanto de la muerte pudo separar del Hijo amado. Pero, oh Señor, ¡qué espectáculo tan doloroso era el ver a este Hijo agonizando sobre la cruz y ver agonizar a esta Madre que sufría todas las penas que padecía el Hijo! María reveló a santa Brígida el estado lamentable de su Hijo moribundo como ella lo vio en la
cruz. Está mi amado Jesús en la cruz con todas las ansias de la agonía: los ojos hundidos, entornados y mortecinos; las mejillas amoratadas y el rostro de mudado, la boca entreabierta, los cabellos ensangrentados, la cabeza caída sobre el pecho, el vientre contraído, los brazos y las piernas entumecidos y todo su cuerpo lleno de llagas y de sangre.



2. María participa en todos los dolores de su Hijo
Todos estos sufrimientos de Jesús, dice san Jerónimo, eran a la vez los sufrimientos de María. Cuantas eran las llagas en el cuerpo de Cristo, otras tantas eran las llagas en el corazón de María. El que entonces se hubiera hallado en el Calvario, dice san Juan Crisóstomo, hubiera encontrado dos altares en que se consumaban dos grandes sacrificios: uno en el cuerpo de Jesús y otro en el corazón
de María. Pero más acertado me parece lo que dice san Buenaventura de que había sólo un altar, es decir, la sola cruz del Hijo, en la cual, junto con la víctima que era este Cordero divinal, se sacrificaba también la Madre; por eso el santo le pregunta: Oh María, ¿dónde estabas? ¿Junto a la cruz?

Ah, con más propiedad diré que estabas en la misma cruz sacrificándote crucificada con tu mismo Hijo. Así se expresa san Agustín: La cruz y los clavos fueron del Hijo y de María; crucificado el
Hijo, también estaba crucificada la Madre. En efecto, porque como dice san Bernardo, lo que hacían los clavos en el cuerpo de Jesús, lo hacía el amor en el corazón de María; de manera que, como escribe san Bernardino, al mismo tiempo que el Hijo sacrificaba el cuerpo, la Madre sacrificaba su alma.



3. María muestra la mayor fortaleza
Las madres, por lo común, no quieren presenciar la muerte de sus hijos; pero si una madre se ve forzada a asistir a un hijo que muere, procura darle todos los alivios posibles; le acomoda en el lecho para que esté de la manera más confortable, le suministra bebida fresca y así va la infeliz madre consolando su dolor.

¡Oh Madre, la más afligida de todas!
 ¡Oh María, a ti te ha tocado asistir a Jesús moribundo, pero no has podido darle ningún alivio!
Oye María al Hijo, que dice:“Tengo sed”, pero no pudo ella darle un poco de agua para refrescarlo.

No pudo decirle otra cosa, como observa san Vicente Ferrer, sino esto: Hijo no tengo más que el agua de mis lágrimas.

Veía que el Hijo en aquel lecho de dolor, colgado de aquellos clavos, no encontraba reposo; quería abrazarlo para aliviarlo, al menos para que expirase entre sus brazos, pero era imposible. Quería abrazarlo, dice san Bernardo, pero las manos, extendidas en vano, volvían hacia sí vacías.

Veía a su pobre Hijo que en aquel mar de penas andaba buscando quien le consolase, como lo había predicho por boca del profeta: “El lagar lo pisé yo solo; de mi pueblo no hubo nadie conmigo; miré bien y no había auxiliador” (Is 53, 3; 5); pero ¿quién iba a querer consolarlo si todos los hombres eran sus enemigos, si aun estando en la cruz blasfemaron de él y se le reían, unos de una manera y otros de otra?
 “Los que pasaban blasfemaban contra él moviendo la cabeza” (Mt 27, 39).
Unos le decían a la cara: “Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27, 42).

Y otros: “Ha salvado a otros y no puede salvarse a sí mismo”.
“Si es el rey de Israel, baje ahora de la cruz” (Mt 27, 42).

Dijo la Santísima Virgen a santa Brígida: Oí a unos que llamaban a mi Hijo ladrón y a otros que lo llamaban impostor; a algunos decir que nadie merecía la muerte como él; y todas esas cosas eran como nuevas espadas de dolor.

Pero lo que más acrecentó el dolor de María, junto con la compasión hacia su Hijo, fue oírle lamentarse de que hasta el eterno Padre le había abandonado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Mt 26, 46).
Palabras, como dijo la Madre de Dios a santa Brígida, que no se le pudieron ya apartar de la mente
ni del corazón, mientras no hacía otra cosa que ofrecer a la justicia divina la vida de su Hijo por nuestra salvación. Por esto comprendemos que ella, por mérito de sus dolores, cooperó a que naciéramos para la vida de la gracia, que por esto somos hijos de sus dolores.


4. María, madre de todos al pie de la cruz
Dice Lanspergio: Quiso Cristo que ella estuviera presente como cooperadora de nuestra redención; pues había decretado dárnosla como Madre, debía darnos a luz como hijos en la cruz. Y si el corazón de María encontró algún alivio en aquel mar de amarguras, esto era lo único que entonces la consolaba: saber que por medio de sus dolores nos estaba dando a luz para la vida eterna.

Eso mismo le reveló Jesús a santa Brígida: María, mi Madre, por su compasión y caridad, se hizo madre de todos en el cielo y en la tierra. Y de hecho éstas fueron las últimas palabras con que Jesús se despidió de ella antes de morir, éste fue el último recuerdo, dejarnos por sus hijos en la persona de Juan cuando le dijo: “Mujer, he aquí a tu Hijo” (Jn 19, 26).

Y desde ese momento empezó María a ejercer con nosotros el oficio de madre buena, porque como atestigua san Pedro Damiano, el buen ladrón se convirtió y se salvó por las plegarias de María: Por eso se arrepintió el buen ladrón, porque la Virgen Santísima, colocada entre la cruz del Hijo y la del ladrón, oraba por él, recompensándole con ello el servio que en otro tiempo él le había hecho. Con
esto alude a lo que aseveran antiguos autores diciendo que este ladrón, en la huida a Egipto con el niño Jesús, había estado cortés con ellos. Este oficio de intercesión la Santísima Virgen ha continuado y continúa realizándolo.



EJEMPLO
Un pecador se salva por los dolores de María

En Perugia, un joven le prometió al demonio que si le facilitaba cometer cierto pecado le entregaba su alma, y le hizo escritura del trato firmada con su sangre. Cometido el pecado, el demonio quiso saldar la promesa y lo llevó al borde de un pozo, amenazándole que si no se tiraba lo levaría en cuerpo y alma a los infiernos.

El joven desgraciado, pensando que no podía escapar de sus garras, se acercó al borde del pozo para lanzarse, pero aterrorizado ante el espectro de la muerte, le dijo al enemigo que no tenía valor para arrojarse, que lo empujara él. El joven llevaba al cuello el escapulario de la Virgen Dolorosa, por lo que le dijo el demonio:

Quítate eso, que yo te ayudaré a cumplir lo prometido. Pero el joven, comprendiendo que por el escapulario le seguía protegiendo la Madre de Dios, dijo que no se lo quería quitar. Después de muchos altercados el demonio se retiró avergonzado y el pecador, reconocido a la Madre Dolorosa, fue a agradecerle el gran favor, y arrepentido de sus pecados colgó el fatal documento en un cuadro en el altar de la iglesia de Santa María la Nueva, en Perugia.



ORACIÓN PIDIENDO EL AMOR DE CRISTO

¡Oh Madre, la más dolorosa de todas!
¡Ha muerto tu Hijo,
el más amable y el que tanto te amaba!

Llora, que te sobra razón para llorar.
¿Quién podrá consolarte?
Sólo puede consolarte el pensamiento
de que Jesús, con su muerte,
ha vencido al infierno,
ha abierto el paraíso
que estaba cerrado para los hombres
y ha conquistado multitud de almas.

Desde el trono de la cruz ha de reinar
sobre muchos corazones
que, vencidos por su amor,
con amor le han de servir.

No te desdeñes entre tanto, Madre mía,
de admitirme a tu lado
para llorar contigo,
pues más motivo tengo yo para llorar
por haberle ofendido tanto.

Madre de misericordia,
yo, por los méritos de mi Redentor
y por el mérito de tus dolores,
espero el perdón y la eterna salvación.
Amén.