Sexto dolor: Lanzada y descendimiento de la cruz
1. María, madre de todo dolor
“Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lm 1, 12). Almas devotas, escuchad lo que dice la Virgen Dolorosa: Amadas hijas, yo no quiero que vengáis a consolarme, porque mi corazón no es capaz de consuelo en esta tierra después de la muerte de mi amado Jesús. Si queréis complacerme, esto es lo que quiero de vosotras: contempladme y ved si en el mundo ha existido jamás un dolor semejante al mío al ver que me arrebataban con tanta crueldad al que era todo mi amor.
Pero, Señora, ya que no admites consuelo en tanto padecer, permíteme que te diga que con la muerte de tu Hijo no han concluido tus sufrimientos. Vas a ser herida con nueva espada de dolor al ver traspasar con una lanzada cruel el costado de tu mismo Hijo ya muerto, y después tendrás que recogerlo entre tus brazos al ser bajado de la cruz. Esto es lo que vamos a considerar en el sexto dolor que afligió a esta pobre Madre. Esto reclama nuestra atención y nuestras lágrimas, porque los
dolores de nuestra Señora la Virgen María no la atormentaron de uno en uno, sino que en esta ocasión pareciera que acudieron todos en tropel a asaltarla.
Basta decirle a una madre que ha muerto su hijo para revivir en ella todo el amor a su hijo perdido. Algunos, para aliviar a las madres cuando han muerto sus hijos, tratan de recordarles los disgustos que les dieron. Pero, Reina mía, si yo quisiera con ese procedimiento aliviar tu dolor por la muerte de Jesús, ¿qué disgusto recibido de él podría recordar? No, porque él siempre te amó, siempre te obedeció, siempre te respetó. Y ahora lo has perdido. ¿Quién podrá ponderar de modo apropiado tu sufrimiento? Tú sola que lo probaste puedes explicarlo.
2. María ofrece a su Hijo al Padre
Habiendo muerto nuestro Redentor, dice un autor piadoso, el primer pensamiento de la Madre de Dios fue acompañar a su Hijo y presentarlo al Padre eterno. Debió decirle María: Te presento, Dios mío, a tu Hijo e hijo mío, que ya te ha obedecido hasta en la muerte; recíbelo entre tus brazos. Ya está satisfecha tu justicia y cumplida tu voluntad; ya está consumado el gran sacrificio digno de tu
eterna gloria. Y después, mirando el cuerpo muerto de su Jesús, diría:
Oh llagas, llagas de amor, yo os adoro y con vosotras me congratulo, ya que por vuestro medio se ha realizado la salvación del mundo.
Quedaréis abiertas en el cuerpo de mi Hijo para ser el refugio de aquellos que en vosotras se amparen.
¡Cuántos por vosotras recibirán el perdón de sus pecados y por vosotras se inflamarán en amor del sumo bien!
Para que no se perturbase la alegría del sábado pascual, querían los judíos que fuera bajado de la cruz el cuerpo de Jesús; pero como no se podían bajar los ajusticiados si no estaban muertos, por eso vinieron algunos con mazas de hierro a romperle las piernas, como de hecho lo hicieron con los dos ladrones.
Y María, mientras estaba llorando la muerte de su Hijo, vio aquellos hombres armados que
venían contra su Hijo. Y al verlos, primero tembló de espanto y después les dijo:
Mirad que mi Hijo ya está muerto; no le ultrajéis más y no sigáis atormentándome a mí, su pobre madre. Les suplicó que no le quebrantasen las piernas, dice san Buenaventura. Pero mientras les estaba diciendo esto, vio que un soldado le da violentamente una lanzada y con ella le abre el costado a Jesús. “Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
Al golpe de la lanza retembló la cruz y el corazón de Jesús quedó abierto, como le fue revelado a santa Brígida. Salió sangre y agua que aún le quedaba y también la quiso derramar el Salvador para darnos a entender que no tenía más sangre que darnos.
El ultraje de esta lanza fue para Jesús, pero el dolor fue para María. Dice Lanspergio: Compartió Cristo con su Madre su sufrimiento de esta herida, de modo que él recibió el ultraje y María el dolor. Afirman los santos padres que esta fue la espada que predijo a la Virgen el santo anciano Simeón; espada no de acero, sino de dolor que traspasó su alma bendita al traspasar la lanza el
corazón de Jesús donde ella siempre moraba.
Así dice, entre otros, san Bernardo: La lanza que atravesó su costado atravesó a la vez el alma de la Virgen, que no podía separarse de él. Reveló la Madre de Dios a santa Brígida: Al sacar la lanza, estaba teñido el hierro con la sangre. Entonces me pareció como si mi corazón se viera traspasado al ver el corazón de mi Hijo traspasado. Dijo el ángel a santa Brígida que fueron tantos y
tales los sufrimientos de María, que no murió por milagro de Dios. En los demás dolores tenía al menos al Hijo que la compadecía; en éste no tenía al Hijo que la pudiera consolar.
3. María recibe el cuerpo de su Hijo
Temiendo la Madre Dolorosa que le hicieran nuevos ultrajes al Hijo amado, le rogó a José de Arimatea que consiguiera de Pilatos el cuerpo de Jesús para que, al menos muerto, pudiera cuidarlo y librarlo de nuevos ultrajes. Fue José a Pilatos y le expuso el dolor y el deseo de esta Madre afligida. Dice san Anselmo que la compasión de la Madre enterneció a Pilatos y le movió a conceder el cuerpo del Salvador.
He aquí que ya bajan a Jesús de la cruz. Oh Virgen sacrosanta, después que tú, con tanto amor has dado al mundo a tu Hijo por nuestra salvación, he aquí que el mundo ingrato ya te lo devuelve. Pero, oh Señor, ¿cómo te lo devuelve?
María diría entonces al mundo: “Mi amado es fúlgido y rubio” (Ct 5, 10), pero tú me lo entregas lleno de cardenales y rojo, no por el color de su carne, sino por las llagas que le has hecho. Él enamoraba con su aspecto y ahora da espanto a quien lo mira.
¡Cuántas espadas, dice san Buenaventura, hirieron el alma de esta Madre al serle presentado el Hijo bajado de la cruz! Basta considerar el sufrimiento de cualquier madre cuando le presentan a su hijo muerto. Se le reveló a santa Brígida que para bajarlo de la cruz se utilizaron tres escalas. Primero, los santos discípulos desclavaron las manos y a continuación los pies. Y los clavos fueron confiados a
María, como dice Metafraste. Luego, sosteniendo unos el cuerpo de Jesús por la parte superior y otros por la parte inferior, lo bajaron de la cruz. Bernardino de Bustos medita cómo la afligida Madre, extendiendo los brazos, va al encuentro de su amado Hijo, lo abraza y después se sienta al pie de la cruz teniéndole en su regazo.
Ve aquella boca entreabierta, los ojos nublados, aquella carne lacerada, aquellos huesos descarnados; le quita la corona de espinas y ve los estragos que le ha causado en su sagrada cabeza; mira aquellas manos y aquellos pies traspasados, y dice: ¡Hijo mío, a qué te ha reducido el amor que tienes a los hombres! ¿Qué mal les has hecho que así te han tratado? San Bernardino de Bustos le hace decir: Tú eras para mí un padre, un hermano, un esposo, mis delicias y mi gloria; tú eras todo para mí. Hijo, mira cómo estoy de afligida, mírame y consuélame.
Pero tú ya no me puedes mirar. Habla, dime una palabra de alivio; pero no hablas ya porque estás
muerto. Oh espinas crueles, decía contemplando aquellos instrumentos atroces, clavos, lanza despiadada, ¿cómo habéis podido atormentar así a vuestro Creador?
Pero ¿qué espinas?, ¿qué clavos? Oh pecadores, exclamaba, vosotros sois los que habéis maltratado de este modo a mi Hijo.
4. María sólo halla consuelo si evitamos el pecado
Así se expresaba María, y se lamentaba por culpa de nosotros. Pero si ahora pudiera padecer, ¿qué diría?, ¿qué pena no sentiría al ver que los hombres, después de haber muerto el Hijo suyo, continuaban persiguiéndole y crucificándole con sus pecados? No atormentemos más a esta Madre Dolorosa; y si en lo pasadola hemos afligido con nuestras culpas, hagamos lo que ahora nos dice, que es esto: “Tened seso, rebeldes” (Is 56, 8).
Pecadores, volveos hacia el Corazón herido de Jesús; volved arrepentidos, que él os acogerá. Huye de él para refugiarte en él, parece decirnos conforme al abad Guérrico; del juez, al Redentor; del tribunal, a la cruz. Según las revelaciones de la Virgen a santa Brígida, a su Hijo ya bajado de la
cruz, le pudo cerrar los ojos, pero le costó cruzarle los brazos, como si quisiera darle a entender que Jesucristo quiso seguir con los brazos abiertos para acoger a todos los pecadores arrepentidos que vuelven a él. Oh mundo, parece seguir diciendo María, “era tu tiempo, el tiempo de los amantes” (Ez 16, 8). Mira, oh mundo, que mi Hijo ha muerto por salvarte y no es tiempo para el temor, sino para el amor; tiempo de amar al que para demostrarte el amor que te tiene ha querido padecer tanto.
Dice san Bernardino: Por eso fue vulnerado el corazón de Cristo, para que a través de la llaga visible se viera la herida del amor invisible. Si, pues, concluye María, al decir del Idiota, mi Hijo ha querido que le fuera abierto el costado para darte su corazón, es del todo razonable que tú también le des el tuyo. Y si queréis, hijos de María, encontrar sitio en el corazón de Jesús, sin veros rechazados, id junto a María, dice Ubertino de Casale, que ella os conseguirá la gracia. Y en prueba de esto, he aquí un ejemplo.
EJEMPLO
Misericordia de Dios con un pecador arrepentido
Refiere el Discípulo (sobrenombre de Juan Herolt) que un pobre pecador, después de haber cometido toda suerte de crímenes hasta llegar a matar a su padre y a un hermano, como es natural, andaba fugitivo. Este hombre, un día de cuaresma, oyendo a un predicador hablar sobre la divina misericordia, fue a confesarse con él. El confesor, oyendo tan grandes pecados, después de absolverlo
lo mandó ante el altar de la Virgen Dolorosa para que rezara ante ella la penitencia.
Fue el pecador y comenzó a rezar, cayendo muerto de repente. Al día siguiente, recomendando el sacerdote al pueblo aquella alma, se vio volar por la iglesia una blanca paloma de la que se desprendió, ante los pies del sacerdote, un papel que decía: Su alma, apenas salir del cuerpo, ha entrado en el paraíso; y tú, sigue predicando la infinita misericordia de Dios.
ORACIÓN PIDIENDO EL AMOR DE DIOS
Virgen Dolorosa,
alma grande en las virtudes
y grande en los dolores,
enséñame a sufrir contigo,
imitando tu entrega y fortaleza
que nacen del gran incendio de amor
que tienes a Dios, pues tu corazón
no sabe amar más que a él.
Madre mía, ten compasión de mí
que no he amado a Dios
y que tanto le he ofendido.
Tus dolores me dan gran confianza
de conseguir el perdón.
Pero con esto no basta,
quiero amar a mi Señor.
¿Y quién mejor que tú, Madre del amor hermoso,
me lo puede alcanzar?
María, tú que consuelas a todos,
consuélame también a mí. Amén.
“Oh vosotros, todos los que pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor semejante a mi dolor” (Lm 1, 12). Almas devotas, escuchad lo que dice la Virgen Dolorosa: Amadas hijas, yo no quiero que vengáis a consolarme, porque mi corazón no es capaz de consuelo en esta tierra después de la muerte de mi amado Jesús. Si queréis complacerme, esto es lo que quiero de vosotras: contempladme y ved si en el mundo ha existido jamás un dolor semejante al mío al ver que me arrebataban con tanta crueldad al que era todo mi amor.
Pero, Señora, ya que no admites consuelo en tanto padecer, permíteme que te diga que con la muerte de tu Hijo no han concluido tus sufrimientos. Vas a ser herida con nueva espada de dolor al ver traspasar con una lanzada cruel el costado de tu mismo Hijo ya muerto, y después tendrás que recogerlo entre tus brazos al ser bajado de la cruz. Esto es lo que vamos a considerar en el sexto dolor que afligió a esta pobre Madre. Esto reclama nuestra atención y nuestras lágrimas, porque los
dolores de nuestra Señora la Virgen María no la atormentaron de uno en uno, sino que en esta ocasión pareciera que acudieron todos en tropel a asaltarla.
Basta decirle a una madre que ha muerto su hijo para revivir en ella todo el amor a su hijo perdido. Algunos, para aliviar a las madres cuando han muerto sus hijos, tratan de recordarles los disgustos que les dieron. Pero, Reina mía, si yo quisiera con ese procedimiento aliviar tu dolor por la muerte de Jesús, ¿qué disgusto recibido de él podría recordar? No, porque él siempre te amó, siempre te obedeció, siempre te respetó. Y ahora lo has perdido. ¿Quién podrá ponderar de modo apropiado tu sufrimiento? Tú sola que lo probaste puedes explicarlo.
2. María ofrece a su Hijo al Padre
eterna gloria. Y después, mirando el cuerpo muerto de su Jesús, diría:
Oh llagas, llagas de amor, yo os adoro y con vosotras me congratulo, ya que por vuestro medio se ha realizado la salvación del mundo.
Quedaréis abiertas en el cuerpo de mi Hijo para ser el refugio de aquellos que en vosotras se amparen.
¡Cuántos por vosotras recibirán el perdón de sus pecados y por vosotras se inflamarán en amor del sumo bien!
Para que no se perturbase la alegría del sábado pascual, querían los judíos que fuera bajado de la cruz el cuerpo de Jesús; pero como no se podían bajar los ajusticiados si no estaban muertos, por eso vinieron algunos con mazas de hierro a romperle las piernas, como de hecho lo hicieron con los dos ladrones.
Y María, mientras estaba llorando la muerte de su Hijo, vio aquellos hombres armados que
venían contra su Hijo. Y al verlos, primero tembló de espanto y después les dijo:
Mirad que mi Hijo ya está muerto; no le ultrajéis más y no sigáis atormentándome a mí, su pobre madre. Les suplicó que no le quebrantasen las piernas, dice san Buenaventura. Pero mientras les estaba diciendo esto, vio que un soldado le da violentamente una lanzada y con ella le abre el costado a Jesús. “Uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Jn 19, 34).
Al golpe de la lanza retembló la cruz y el corazón de Jesús quedó abierto, como le fue revelado a santa Brígida. Salió sangre y agua que aún le quedaba y también la quiso derramar el Salvador para darnos a entender que no tenía más sangre que darnos.
El ultraje de esta lanza fue para Jesús, pero el dolor fue para María. Dice Lanspergio: Compartió Cristo con su Madre su sufrimiento de esta herida, de modo que él recibió el ultraje y María el dolor. Afirman los santos padres que esta fue la espada que predijo a la Virgen el santo anciano Simeón; espada no de acero, sino de dolor que traspasó su alma bendita al traspasar la lanza el
corazón de Jesús donde ella siempre moraba.
Así dice, entre otros, san Bernardo: La lanza que atravesó su costado atravesó a la vez el alma de la Virgen, que no podía separarse de él. Reveló la Madre de Dios a santa Brígida: Al sacar la lanza, estaba teñido el hierro con la sangre. Entonces me pareció como si mi corazón se viera traspasado al ver el corazón de mi Hijo traspasado. Dijo el ángel a santa Brígida que fueron tantos y
tales los sufrimientos de María, que no murió por milagro de Dios. En los demás dolores tenía al menos al Hijo que la compadecía; en éste no tenía al Hijo que la pudiera consolar.
3. María recibe el cuerpo de su Hijo
He aquí que ya bajan a Jesús de la cruz. Oh Virgen sacrosanta, después que tú, con tanto amor has dado al mundo a tu Hijo por nuestra salvación, he aquí que el mundo ingrato ya te lo devuelve. Pero, oh Señor, ¿cómo te lo devuelve?
María diría entonces al mundo: “Mi amado es fúlgido y rubio” (Ct 5, 10), pero tú me lo entregas lleno de cardenales y rojo, no por el color de su carne, sino por las llagas que le has hecho. Él enamoraba con su aspecto y ahora da espanto a quien lo mira.
¡Cuántas espadas, dice san Buenaventura, hirieron el alma de esta Madre al serle presentado el Hijo bajado de la cruz! Basta considerar el sufrimiento de cualquier madre cuando le presentan a su hijo muerto. Se le reveló a santa Brígida que para bajarlo de la cruz se utilizaron tres escalas. Primero, los santos discípulos desclavaron las manos y a continuación los pies. Y los clavos fueron confiados a
María, como dice Metafraste. Luego, sosteniendo unos el cuerpo de Jesús por la parte superior y otros por la parte inferior, lo bajaron de la cruz. Bernardino de Bustos medita cómo la afligida Madre, extendiendo los brazos, va al encuentro de su amado Hijo, lo abraza y después se sienta al pie de la cruz teniéndole en su regazo.
Ve aquella boca entreabierta, los ojos nublados, aquella carne lacerada, aquellos huesos descarnados; le quita la corona de espinas y ve los estragos que le ha causado en su sagrada cabeza; mira aquellas manos y aquellos pies traspasados, y dice: ¡Hijo mío, a qué te ha reducido el amor que tienes a los hombres! ¿Qué mal les has hecho que así te han tratado? San Bernardino de Bustos le hace decir: Tú eras para mí un padre, un hermano, un esposo, mis delicias y mi gloria; tú eras todo para mí. Hijo, mira cómo estoy de afligida, mírame y consuélame.
Pero tú ya no me puedes mirar. Habla, dime una palabra de alivio; pero no hablas ya porque estás
muerto. Oh espinas crueles, decía contemplando aquellos instrumentos atroces, clavos, lanza despiadada, ¿cómo habéis podido atormentar así a vuestro Creador?
Pero ¿qué espinas?, ¿qué clavos? Oh pecadores, exclamaba, vosotros sois los que habéis maltratado de este modo a mi Hijo.
4. María sólo halla consuelo si evitamos el pecado
Así se expresaba María, y se lamentaba por culpa de nosotros. Pero si ahora pudiera padecer, ¿qué diría?, ¿qué pena no sentiría al ver que los hombres, después de haber muerto el Hijo suyo, continuaban persiguiéndole y crucificándole con sus pecados? No atormentemos más a esta Madre Dolorosa; y si en lo pasadola hemos afligido con nuestras culpas, hagamos lo que ahora nos dice, que es esto: “Tened seso, rebeldes” (Is 56, 8).
Pecadores, volveos hacia el Corazón herido de Jesús; volved arrepentidos, que él os acogerá. Huye de él para refugiarte en él, parece decirnos conforme al abad Guérrico; del juez, al Redentor; del tribunal, a la cruz. Según las revelaciones de la Virgen a santa Brígida, a su Hijo ya bajado de la
cruz, le pudo cerrar los ojos, pero le costó cruzarle los brazos, como si quisiera darle a entender que Jesucristo quiso seguir con los brazos abiertos para acoger a todos los pecadores arrepentidos que vuelven a él. Oh mundo, parece seguir diciendo María, “era tu tiempo, el tiempo de los amantes” (Ez 16, 8). Mira, oh mundo, que mi Hijo ha muerto por salvarte y no es tiempo para el temor, sino para el amor; tiempo de amar al que para demostrarte el amor que te tiene ha querido padecer tanto.
Dice san Bernardino: Por eso fue vulnerado el corazón de Cristo, para que a través de la llaga visible se viera la herida del amor invisible. Si, pues, concluye María, al decir del Idiota, mi Hijo ha querido que le fuera abierto el costado para darte su corazón, es del todo razonable que tú también le des el tuyo. Y si queréis, hijos de María, encontrar sitio en el corazón de Jesús, sin veros rechazados, id junto a María, dice Ubertino de Casale, que ella os conseguirá la gracia. Y en prueba de esto, he aquí un ejemplo.
EJEMPLO
Misericordia de Dios con un pecador arrepentido
Refiere el Discípulo (sobrenombre de Juan Herolt) que un pobre pecador, después de haber cometido toda suerte de crímenes hasta llegar a matar a su padre y a un hermano, como es natural, andaba fugitivo. Este hombre, un día de cuaresma, oyendo a un predicador hablar sobre la divina misericordia, fue a confesarse con él. El confesor, oyendo tan grandes pecados, después de absolverlo
lo mandó ante el altar de la Virgen Dolorosa para que rezara ante ella la penitencia.
Fue el pecador y comenzó a rezar, cayendo muerto de repente. Al día siguiente, recomendando el sacerdote al pueblo aquella alma, se vio volar por la iglesia una blanca paloma de la que se desprendió, ante los pies del sacerdote, un papel que decía: Su alma, apenas salir del cuerpo, ha entrado en el paraíso; y tú, sigue predicando la infinita misericordia de Dios.
ORACIÓN PIDIENDO EL AMOR DE DIOS
Virgen Dolorosa,
alma grande en las virtudes
y grande en los dolores,
enséñame a sufrir contigo,
imitando tu entrega y fortaleza
que nacen del gran incendio de amor
que tienes a Dios, pues tu corazón
no sabe amar más que a él.
Madre mía, ten compasión de mí
que no he amado a Dios
y que tanto le he ofendido.
Tus dolores me dan gran confianza
de conseguir el perdón.
Pero con esto no basta,
quiero amar a mi Señor.
¿Y quién mejor que tú, Madre del amor hermoso,
me lo puede alcanzar?
María, tú que consuelas a todos,
consuélame también a mí. Amén.