Séptimo dolor: Sepultura de Jesús


1. María ha de separarse de Jesús

Cuando una madre está junto al hijo que sufre, sin duda padece todas las penas del hijo; pero cuando el hijo atormentado ha muerto y va a ser sepultado y la madre tiene que despedirse de su hijo, oh Señor, el pensamiento de que no ha de verlo más es superior a todos los demás dolores. Esta es la última espada de dolor que hoy vamos a considerar, cuando María, después de haber asistido al Hijo en la
cruz, después de haberlo abrazado ya muerto, debía finalmente dejarlo en el sepulcro, quedando privada de su amada presencia.

Pero a fin de considerar mejor este último misterio de dolor, volvamos al Calvario para contemplar a la afligida Madre que aún tiene abrazado al Hijo muerto.
Parece que le dijera con Job: “Hijo, hijo mío, te has vuelto cruel conmigo” (Job 30,21); sí, porque todas tus bellas cualidades, tu hermosura, tu gracia, tu virtud, tus modales amables, todas las muestras de amor especialísimo que me has dado se han trocado en otras tantas flechas de dolor, que cuanto más me han inflamado en tu amor, tanto más me hacen sentir ahora la pena cruel de haberte perdido. Hijo mío
tan amado, al perderte a ti lo he perdido todo. San Bernardo imagina que le habla así: ¡Oh verdadero Hijo de Dios, tú eras para mí padre, hijo y esposo; tú eras el alma mía! Ahora me veo huérfana de padre, quedo viuda sin esposo, me siento desolada sin hijo; habiendo perdido al hijo, lo he perdido todo.

De este modo está María anegada en su dolor abrazada a su Hijo; pero los santos discípulos, temiendo que esta pobre madre muriese allí de dolor, se apresuraron a quitarle de su regazo aquel Hijo muerto para darle sepultura. Por lo cual, con reverente violencia se lo quitaron de los brazos y,  embalsamándolo con aromas, lo envolvieron en la sábana ya preparada, en la que quiso el Señor dejar almundo impresa su figura, como se ve hoy en Turín.

Ya lo llevan al sepulcro en fúnebre cortejo: los discípulos lo cargan a hombros; los ángeles del cielo lo acompañan; las santas mujeres van detrás, y con ellas la Madre dolorosa siguiendo al Hijo a la sepultura. Llegados al lugar del sepulcro, cuánto hubiera deseado María quedar en él con su Hijo si ésa hubiera sido su voluntad. Pero como no era ése el divino querer, al menos acompañó al cuerpo
sagrado de Jesús dentro del sepulcro mientras lo colocaban allí. Al ir a rodar la piedra para cerrar el sepulcro, los discípulos del Salvador debieron dirigirse a la Virgen para decirle: Ea, Señora, hay que rodar la piedra; resígnate, míralo por última vez y despídete de tu Hijo. Y la Madre dolorosa le diría: Hijo mío amadísimo, recibe el corazón de tu amada Madre que dejo sepultado con el tuyo. Dijo la Virgen a santa Brígida: Puedo decir con verdad que habiendo sido sepultado mi Hijo, allí quedaron
sepultados dos corazones.

Por fin ruedan la piedra y queda encerrado en el santo sepulcro el cuerpo de Jesús, aquel gran tesoro, que no lo hay mayor ni en el cielo ni en la tierra. Hagamos aquí una digresión: María deja sepultado su corazón en el sepulcro con Jesús, porque Jesús es todo su tesoro. “Donde está tu tesoro, allí está tu corazón” (Lc 12, 34). ¿Y nosotros dónde tenemos puesto nuestro corazón? ¿Tal vez en las criaturas?
¿En el fango? ¿Y por qué no en Jesús que aun habiendo ascendido al cielo ha querido quedarse, no ya muerto, sino vivo en el santísimo Sacramento del altar para tenernos consigo y poseer nuestros corazones?



2. María se despide de su Hijo
Pero volvamos a María. Al decir de san Buenaventura, al partir del sepulcro lo bendijo diciendo: Sagrada piedra, piedra afortunada que ahora guardas dentro de ti al que ha estado nueve meses en mi seno, yo te bendigo y te envidio; te dejo que custodies este Hijo mío que es todo mi bien y todo mi amor. Y después, dirigiéndose al eterno Padre, diría: Oh Padre, a ti encomiendo a este tu Hijo y mío. Y con esto, dando el último adiós al Hijo y al sepulcro, se marchó y se volvió a casa. Andaba esta pobre Madre tan triste y afligida que, según san Bernardo, excitaba las lágrimas de muchos aun sin querer, de modo que por donde pasaba los que la veían no podían contener el llanto. Y añade que los que la acompañaban lloraban por el Señor y por ella a la vez. Afirma san Buenaventura que las santas mujeres le pusieron un velo de luto, como el de las viudas, que le ocultaba en gran parte el rostro. Y dice que al
pasar de vuelta junto a la cruz bañada con la sangre de Jesús, fue la primera en adorarla, y diría: Oh cruz santa, yo te beso y te adoro porque ya no eres madero infame, sino trono de amor y altar de misericordia consagrado con la sangre del Cordero divino que ya ha sido en ella sacrificado por la salud del mundo.




3. María en soledad
Después se aleja de la cruz y retorna a casa. Entrando en ella mira en torno, pero ya no ve a Jesús, y le vienen a la memoria todos los recuerdos de su hermosa vida y de la despiadada muerte. Se acuerda de los primeros abrazos que le dio al Hijo en la gruta de Belén, de los coloquios tenidos con él durante tantos años en la casita de Nazaret; le vienen a la mente las constantes muestras de afecto mutuo, las
tiernas miradas llenas de amor, las palabras de vida eterna que salían siempre de su boca divina. Pero luego se le representan las terribles escenas vividas aquel mismo día; se le representan aquellos clavos, aquella carne lacerada de su Hijo, aquellas llagas profundas, aquellos huesos a la vista, aquella boca entreabierta, aquellos ojos sin vida. ¡Qué noche aquella de dolor para María! Contemplando a san
Juan, la Madre dolorosa le preguntaría: Juan, ¿dónde está tu maestro? Después le preguntaba a Magdalena: Dime, hija, ¿dónde está tu amado? ¿Quién te lo ha quitado? Llora María y con ella todos los que la acompañan. Y tú, alma mía, ¿no lloras? Vuelto hacia María, dile con san Buenaventura:
Déjame, Señora mía, que llore contigo; tú eres la inocente y yo soy el reo. Ruégale que al menos te admita a llorar con ella: haz que llore contigo. Ella llora por amor, llora tú de dolor por tus pecados. Y de esta manera, llorando tú, podrás tener la gracia de aquel de quien se habla en el siguiente ejemplo.




EJEMPLO
Visita de María a un religioso moribundo

Refiere el P. Engelgrave que un religioso vivía tan atormentado por los escrúpulos, que a veces estaba casi al borde de la desesperación; pero como era devotísimo de la Virgen de los Dolores, recurría siempre a ella en sus luchas espirituales y contemplando sus dolores se sentía reconfortado. 

Le llegó la hora de la muerte y, entonces, el demonio le acosaba más que nunca con sus escrúpulos y lo tentaba de desesperación. 
Cuando he aquí que la piadosa Madre, viendo a su pobre hijo tan angustiado, se le apareció y le dijo: ¿Y tú hijo mío, te consumes de angustias cuando en mis dolores tantas veces me has consolado? Hijo mío, ¿por qué te entristeces tanto y estás lleno de temor, tú que no has hecho más que consolarme con tu compasión de mis dolores? Jesús me manda para que te consuele; así que ánimo, llénate de alegría y ven conmigo al paraíso. 
Y al decir esto el devoto religioso, lleno de consuelo y confianza, plácidamente expiró.




ORACIÓN PARA ALCANZAR PAZ Y SALVACIÓN
Madre mía dolorosa,
no quiero dejarte sola con tu llanto,
sino que a tus lágrimas quiero unir las mías.

Esta gracia te pido hoy:
un recuerdo continuo, con tierna devoción,
de la pasión de Jesús y de la tuya
para que en los días que me queden de vida
siempre llore tus dolores, Madre mía,
y los de mi Redentor.

Espero que en la hora de mi muerte
estos dolores me darán confianza
para no desesperarme
a la vista de los pecados
con que ofendí a mi Señor.

Ellos me han de alcanzar el perdón,
la perseverancia y el paraíso,
donde espero regocijarme contigo
y cantar por siempre
las infinitas misericordias de mi Dios.

Así lo espero, así sea.
Amén.